Yo empiezo por preguntarme a qué llamamos «escritura». Ese sería un punto a definir.
¿Con qué parámetros consideramos que algo «es escritura»? Yo tengo mis propias respuestas, por supuesto, pero mis respuestas son las mías. Yo sé lo que yo considero escritura pero mi voz no es vox dei.
Luego me pregunto también ¿qué es escribir?¿qué es escritor?¿qué es escrito?
En mi caso, no sé escribir si no tengo un teclado adelante. He escrito en un teclado desde que tengo memoria. Primero en una máquina mecánica, una Olivetti y después en un teclado de computadora. Cuando escribo a mano, no sé qué escribo. Mi cursiva parece un pictograma, un glifo o una escritura aún no descubierta. Soy hijo y esclavo del teclado.
Pero en ese teclado, escribo en base al código. Me comunico en un código oral que trato de reproducir en un código escrito. No me considero oralmente un simio que hace voces guturales, incapaz de la grafía pero capaz del gesto. Escribo en un idioma porque un idioma es un código expresivo, lógico y normado, que entienden todos los que lo hablan (incluso en la vastedad de sus lectos).
Si yo escribiera un libro en otro de los idiomas que hablo y lo presentara en una Feria del Libro en cualquier país hispanoparlante ¿quién lo entendería? ¿Es lo mismo que escriba en turco a que escriba en español? ¿Entenderían ustedes esto mismo que aquí escribo, en una computadora, con un teclado y un mouse y en la pura y dura época digital, si yo lo escribiera en turco?
Y si el traductor de google lo consiguiera traducir «medianamente con éxito», ¿sería lo que yo escribí lo que ustedes van a leer o sería lo que google interpretó (con su inteligencia artificial) aquello que yo supuestamente dije?
Si abandonamos el código, involucionamos. Si no abonamos el código que nos hermana, involucionamos, no ya como escritores, sino como hablantes. Volvemos a la gestualidad de los emos del whatsapp, de los que no dudo, son sumamente útiles, pero no más que la emoción expresa.
¿Que la imagen vale más que mil palabras? Si fuera así, todos seríamos cineastas o documentalistas. O las películas y los documentales serían cine mudo, sin una voz en off que promueva la emoción de la palabra.
El código lo es todo porque no somos hombres primitivos ni emitimos sonidos guturales y nos relacionamos por la gestualidad. Adquirido el lenguaje hablado, su consecuencia es el lenguaje escrito ¿Debemos involucionar hacia un idioma de apócopes indiscriminados y emos, hecho con esquemas de bytes?¿Esa va a ser la expresión de los hombres?¿Un lenguaje de señas, primitivo y puramente emocional, sin reflexión, sin mensaje más que la pulsión del hoy aquí?
¿Tanto ha luchado el hombre por crear pensamiento aun dentro de su mayor oscuridad para que en la era del pensamiento pleno empecemos a hacer uso de las señas y las caritas y a negar la práctica y el ejercicio de la expresión humana?
Y yo soy un hijo del siglo, pero creo que hay que sumar y no restar. Creo que la reducción no es una práctica de mejoramiento válida y que la «era digital» puede ser usada para expandir la expresividad en vez de reducirla a la protohistoria.
Las posibilidades son infinitas.
Luego, dentro de las infinitas posibilidades, aparece justamente la infinitud de lo indiscriminado.
Todo es válido, todo se da por bueno, todo es «quiero tener un millón de amigos» y las «comunidades literarias» convertidas en una desaguisada bolsa de gatos pardos, ya no son ni siquiera comunidades literarias de lectores con un mínimo espíritu lector. En el afán por tener amigos, todo es válido, todo es bueno, todo es «dame tu like y yo te doy mi like».
Entonces, la literatura, como arte racional, queda invadida de lo que se ve. Todos son escritores y se dicen escritores y tienen un mundo de fans que los proclaman así, cuando en realidad, esos que se dicen a sí mismos que, por escribir sus sentimientos, son escritores, no saben siquiera la diferencia entre el uso de la coma, del punto y coma y del punto y seguido.
Eso lo ha propuesto y llevado a cabo la «era digital». Indiscriminar el criterio hasta el punto de la aberración. Todos son escritores, todos son críticos. Y la literatura, ya digital o no digital, un arte que se extingue en medio de una agonía en la que se ahoga de defecaciones y micciones, como son la gran mayoría de las autopublicaciones que la era digital facilita y propugna y de las que se ha ausentado el más efímero de los espíritus de autocrítica.
¿Que las plataformas digitales ofrecen un sin fin de posibilidades? Sería necio de mi parte negar semejante verdad.
El problema es la capacidad de usar las posibilidades. El problema es expandir en vez de reducir. Y en la actualidad, sacando, por supuesto y como siempre en la historia humana, honrosas excepciones, la masa reduce porque mantiene una posición acrítica que empareja hacia lo mediocre la potencia que otorga la multiplicidad de posibilidades.
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