Sin regreso

Sin regreso

Lola Orcha Soler

09/02/2025

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Sucedió en un callejón empinado, mejor dicho, en la cuesta, que así la llamaba todo el mundo, porque nadie la conocía como una calle, ni siquiera para los estándares de aquellos tiempos. Más bien era una herida abierta, arrancada a pedazos del suelo, esa era la única explicación para aquella abrupta loma infernal. En el centro había una tapa de alcantarilla, rodeada de peñascos y cascotes, casi desnuda en el frente, por la cascada de agua y fango que arrastraba todo a su paso en los fríos y lluviosos inviernos. De más pequeños, era en la parte alta, donde dos postes de electricidad se enfrentaban uno al otro a ver cuál cargaba más cables y aisladores de cristal, junto a los portales de una casa, los protagonistas de nuestros juegos, pero conforme íbamos creciendo, nuestro mayor logro consistía en saltar desde la alcantarilla hasta el final de la calle. ¡Ansias de volar sin alas!

Aquellos días de asueto terminaban casi siempre con rodillas y codos de niños y adolescentes desgarrados, y alguna que otra herida en la cabeza. Las costras secas en nuestros cuerpos fueron una señal de identidad hasta bien pasada la adolescencia, pero éramos felices.

Poco a poco llegaban los cambios. Primero desaparecían los padres, a veces también las madres, y regresaban con el camión de mudanzas, buscando la mejora de un futuro que no se vislumbraba desde lo más alto de nuestra infantil atalaya, mientras disminuían los participantes de nuestros juegos, que se hacían más cortos y aburridos.

Luego fueron las cartas y postales que llegaban, cambiando gritos y risas por palabras susurradas, enmascarando el tedio de una calle que había empezado a encogerse, tanto como la frecuencia de aquellas misivas, y para cuando alcancé la pubertad, hacía meses que no recibía ninguna de mi mejor amiga.

Lloré mucho, con un absurdo sentido de abandono, el no poder compartirlo con ella me convirtió en una adolescente huraña y solitaria. Nunca pregunté a nadie por ella ni por su familia, y un día, años más tarde, por casualidad, me enteré de que habían sufrido un accidente de camino al pueblo. No sobrevivió nadie.

Ahí me di cuenta de que mi inocencia no desapareció con aquella primera menstruación, sino que fue en el preciso momento en que me dijeron que mi amiga hacía años que había dejado de existir.

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