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Nunca había visto que el cuero pudiera correrse así. No había tanta sangre, pero lo que me llamaba la atención eran los músculos y cómo le brillaba la grasa, su mirada dolorida, esa respiración agitada. No entendí de qué era esa inyección que le pusieron; pensé que le iba a ayudar. Cuando abrieron el baúl, ya en mi casa, estaba como dormido. Algo une los recuerdos de los perritos a lo largo de mi vida. Cuando asaltaron a mi familia, recuerdo que fuimos a ver unos perritos que mi hermano quería comprar para que los pongamos en el fondo y tener más seguridad en la casa. Después había un perrito, lo quería mucho, me lo regalaron, pero era robado; vinieron los dueños y me lo quitaron. Después no recuerdo tener más animalitos, o por lo menos no me interesaron más. Desde esa vez en la plaza, con mi perrito casi descuerado por el choque de la camioneta, no volví a llorar por nimiedades. La última vez que lloré fue también la noche del asalto. Mi hermano lloró en la camilla, en esa en la que no pudieron salvarlo; antes de desmayarse, había mucha sangre. En la semana siguiente trajeron a los perritos que habíamos comprado. Eran muy bellos una bóxer albina y un doberman, cachorros muy bonitos. No recuerdo sus nombres. Vivieron demasiado o muy poco, no importa; cuando iba al patio los miraba y tenía el recuerdo de mi hermano en mí, eso era como una abolición del tiempo, como un eterno presente o simplemente estar en otra parte, por eso no recuerdo cuánto tiempo los tuvimos. El dolor hace del tiempo una maza impávida, o quizá soy yo el que ya no tiene nada que perder ante la vida y por eso ignoro cómo pasa al lado mío.
No importa la recepción que tengan estas palabras. Ya estoy jodido desde hace mucho. No importa cuándo. Quizá cuando mi viejo reventaba a piñas a mi vieja, cuando mi hermano nos dejó, cuando yo reventaba a piñas a mi esposa, cuando mis hijos lloraban al verme. Aunque, si quiero ir al recuerdo más lejano donde la vida se torna tétrica o real, es cuando recuerdo al perrito en la plaza, tirado, medio sangrante, con la lengua afuera y la mirada que me daba. Preguntaba con esos ojos pletóricos: ¿Por qué yo?
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