Almendros en la vereda

Almendros en la vereda

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La infancia olía a almendras frescas y a tierra mojada. A tardes de sol rajante que pintaba de dorado la finca al lado de su casa, donde Guadalupe jugaba con Nicolás y sus primos, saltando las acequias y trepando los troncos bajos. La infancia tenía el sonido de las carcajadas de su hermano, la tibieza de la vereda bajo los pies descalzos y el sabor dulce de los duraznos que su abuela cortaba en gajos.

La vida entera cabía en ese pedazo de mundo, en la calle polvorienta donde se inventaban juegos y se construían reinos con barro y ramas. En los días de vendimia, los niños corrían entre los viñedos, con las manos pegajosas del jugo de uva y los bolsillos llenos de piedritas brillantes que parecían pequeños tesoros.

—Algún día voy a construir casas grandes, de vidrio y de cielo —le decía Guadalupe a Nicolás, mientras trazaba líneas invisibles en el aire con el dedo.

—¿Y dónde las vas a hacer? —preguntaba él, soplando una pelusa de diente de león.

—Por todo el mundo. Quiero ver los mares, los puentes, las ciudades que brillan de noche.

Y Nicolás reía, porque para él el mundo entero era aquella calle, aquella finca, aquel instante.

Pero un día, sin que nadie lo anunciara, algo empezó a cambiar. Guadalupe dejó de correr tan rápido, empezó a pensar en cosas que antes no pensaba. Sus primos se quedaban menos tiempo, hablaban en susurros. El castillo de barro, que tantas veces habían reconstruido, se derrumbó y nadie lo quiso levantar.

Su abuelo la miró una tarde, mientras tomaba mate en la galería, y le dijo:

—Mirá qué alta estás, Lupe. Ya pronto serás una señorita.

Ella no supo qué responder. Se quedó viendo las hileras de almendros, sus hojas temblando, la luz del atardecer tiñendo todo de ámbar. Sintió una nostalgia rara, como si estuviera dejando algo atrás sin haberlo decidido.

Aquella noche soñó con ciudades y aviones que despegaban hacia horizontes desconocidos. Despertó con el corazón latiendo fuerte.

A la mañana siguiente, no se detuvo a jugar. Se quedó de pie, mirando el camino de tierra que llevaba más allá de la finca, más allá de todo lo que había conocido.

Como la oruga que se envuelve en su capullo, como la almendra que cae al suelo para dar paso a un nuevo árbol. Ella también estaba a punto de transformarse.

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