Mi infancia fue larga y feliz. Me críe despreocupadamente en una aldea de pastores entre altas montañas y verdes valles.
Cuando huelo a yerba o a mantillo me retrotraigo a esos días. A mi alrededor todo el suelo estaba tamizado de deposiciones. Teníamos bostas de oveja, de cabra y de vaca, además de los excrementos de las gallinas y de los perros. Sin olvidar la caca de los niños que no reparábamos en defecar en cualquier aparte.
No éramos muchos niños los que correteábamos por las embarradas calles, pero los que éramos estábamos muy unidos. A los ocho años, en una hermosa ceremonia, cortamos nuestras manos y mezclamos nuestra sangre para convertimos en hermanos y jurarnos compartirlo todo entre nosotros desde ese día en adelante.
Fueron tiempos dichosos. Entresemana nos dedicábamos al pastoreo de nuestras cabras, al ordeño de nuestras vacas y a acudir a la escuela. Los domingos jugábamos a las batallas de boñigas secas, nos báñabamos en el río y nos contábamos cuentos de miedo sobre la casa encantada del pueblo, a la que mirábamos desde la distancia, sin nunca atrevernos a adentrarnos en sus imaginados secretos.
Recuerdo que mi padre, en una ocasión, preguntado por ella, me advirtió que la esquivara, que la casa albergaba en su interior el final de la imaginación y el principio de los desasosiegos.
Mi padre, como buen pastor, siempre fue parco en palabras y críptico en sus reflexiones, pero acertado en sus diagnósticos.
La noche precedente al comienzo del estío de 1976, pertrechados con candiles y palos, por lo que pudiera pasar, mis amigos y yo, cumplidos los trece años, nos armamos de valor y nos decidimos a entrar con el fin de desvelar el misterio que por años nos había cautivado.
Para nuestra sorpresa, la casa solo nos mostró una ruina de abandono. Por ninguna parte hallamos ninguna bruja malvada. En ninguna de sus desventradas habitaciones nos asaltó ningún fantasma. Recorrimos sus dos desvencijadas plantas sin que nos acometiera un malvado engendro.
Salimos de ella decepcionados y nos fuimos a nuestros hogares abatidos a meditar sobre el desengaño que acabábamos de llevarnos.
A la mañana siguiente llegó ella. Nuria, la chica más bonita que nunca se había visto en nuestra aldea. Vino con sus padres a pasar el verano.
Yo fui el primero en verla, pero no el único en enamorarme de ella.
Mi padre siempre acertó en sus diagnósticos.
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