Las dos niñas siempre imaginaban que al otro lado de la valla que rodeaba su casa había un mundo fantástico. Las calles de la aldea, aún sin asfaltar, eran escenarios de aventura y el prado que la rodeaba, un océano poblado por los monstruos marinos del último libro de cuentos que hubieran leído.
A la aldea la atravesaba un gran camino que muchos pies antiguos habrían recorrido hasta dibujarlo en la tierra. Un día, unos hombres vinieron a medirlo.
-Vamos a asfaltarlo -dijeron.
Regresaron más veces, acompañados de grandes máquinas que arrastraban piedras y pavimento y que las niñas fantaseaban con que eran grandes dinosaurios hambrientos. Por fin, la aldea quedó atravesada por un camino de asfalto negro que tocaba los dos horizontes.
Desde entonces, las dos jugaban en aquel camino nuevo imaginando que era lava, o un río amazónico, o el anillo de un nuevo planeta que debían sobrevolar en cohete esquivando a los grandes monstruos de ojos cuadrados que, de cuando en cuando, lo cruzaban rugiendo. Cuando los adultos prohibieron pisar el camino negro, jugaron a escondidas.
En la aldea aparecieron más senderos de pavimento negro y muchos descampados se convirtieron en áreas reservadas para el sueño de los monstruos de ojos cuadrados. Pronto, no hubo más sitio para las vacas y estas desaparecieron. Las dos niñas continuaron inventándole usos fantásticos al asfalto, imaginando tesoros escondidos y esquivando a los monstruos fugaces, incluso cuando la policía comenzó a clavar carteles por toda la aldea de prohibido el paso y prohibido el juego y de zona restringida para caminantes y niños.
Un día, cuando ya quedaban muy pocos espacios donde jugar, las niñas regresaron al gran camino de asfalto para retomar su viaje en cohete por el anillo intergaláctico. Lo interrumpió un enorme monstruo de ojos cuadrados que se aproximó a mucha velocidad. Alcanzó a una de las niñas, la más pequeña, que no pudo esquivarlo.
En el hospital, un médico dijo a la mayor, que esperaba sola:
-Puede que tu hermana sobreviva. Vuelve a casa.
Y, en el camino de regreso hasta su hogar, la niña descubrió de golpe que en la aldea ya no quedaban anillos de planetas ni dinosaurios ni islas con tesoros. Que las calles y campos donde antes jugaban se habían llenado de carreteras y aparcamientos, y las vacas habían desaparecido. Que la aldea se había convertido en una ciudad.
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