Dos cosas en el estante

Dos cosas en el estante

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La pelota era roja y algo más pequeña que el balón del chulito de más edad de la escuela, que  despreciaba a todos y tenía una caja de juguetes abandonada en su garaje.

El niño  y la pelota tenían padres atareados y cinco hermanos, pero a nadie para jugar.

La pelota había sido comprada en el tenderete de una feria. El niño jugó con ella día tras día, desgastando sin piedad las botas en invierno y las zapatillas en verano.  

La pelota rodaba en todas direcciones, se escondía en los matorrales y saltaba las zanjas obligando al niño a volver con desgarrones en el pantalón y arañazos en las rodillas.

La madre se enfadaba, le ponía un castigo pequeño, meneaba la cabeza. Después de cenar le zurcía las roturas. 

—Este pequeño mío  ¿Cuando crecerá?

 En su séptimo cumpleaños la madrina del niño apareció con una caja grande.  Dentro, una bola de pelo de dos colores gemía y temblaba.

Cuando el niño vio al perro, supo que nunca más jugaría solo. El cachorrillo lo miró con sus ojos color miel. Entonces decidió que siempre lo cuidaría,  que crecerían juntos.

Le llevó dos días encontrar el nombre adecuado. Le llevó semanas enseñarle a devolver la pelota sin que le hincase el diente. Les llevó meses entenderse solo con un gesto. Les llevó años crecer. 

A los quince al chulito lo expulsaron de la escuela.

El niño heredó más ropa, aprendió los reyes godos y las párabolas, vigiló nidos y cada verano se bañó en la acequia, siempre en compañía del perro. 

El perro dormía ovillado junto a su cama, compartía su merienda y perdonaba sus enfados. 

La pelota los llevó a saltos cómplices por una vida simple y un tiempo sin retorno.

A los dieciocho al chulito le regalaron un juguete caro. Un coche al que le sacaba chispas por las calles del pueblo.

El perrillo desconocía el peligro. Cruzó confiado a buscar la pelota para el niño. No pudo evitar lo inevitable.

El niño dejó de comer y lloró mares. Despuès abandonó para siempre la pelota culpable en un estante. Arrastraba por la calle su tristeza cuando vio al chulito con otros divirtiéndose en la bolera.

—Un hombre de verdad defiende a los suyos—  dijo su padre.

El sentimiento del pecho se le incendió, alimentado por la rabia y el deseo de venganza. El puñetazo que lo hizo mayor le dejó muy doloridos los nudillos.

Luego, en el estante junto a la pelota, colocó el collar del infortunado perrito. Desde ese día ya nunca más volvió a jugar.

 

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