Fue mi único amor. Por ella no falté a ninguna clase en el último año de la escuela. Necesitaba verla todos los días. Y sentía que era recíproco, porque nuestras miradas cruzadas eran distintas a las intercambiadas con los demás: cálidas, sugerentes, cómplices. Por esos años yo era tímido, muy tímido. No me animaba a decirle que soñaba con ella a toda hora, dormido o despierto; que imaginaba un futuro juntos, con música y risas y alegrías y… sin nada de sexo, claro, porque por aquel entonces pensar por debajo de la cintura era un pecadísimo que se pagaba con el fuego eterno graduado a escala máxima. Eran días en que alternaba mi curso de catecismo rumbo a la primera comunión con el amor vibrante por Sofía. El dios temible del catecismo amenazaba con no perdonarme jamás que llegara a hacer con una mujer… aquello que los chicos aún no teníamos claro que se hacía (las opiniones intercambiadas con mis compañeros vírgenes solían ser confusas y divergentes). Algo sí estaba claro: el amor tenía que ser puro, purísimo: en mis sueños íbamos tomados de las manos, nos besábamos en las mejillas, la gente nos admiraba y aplaudía… “Son Joaquín y Sofía, qué felices van”, y seguíamos radiantes por nuestra nube, a veces hasta con un par de niños: nuestros hijos inmaculados.
A medida en que se aproximaba el fin de curso comenzó mi preocupación: tendría que hablarle pronto, declararle mi amor antes de que terminen las clases. Corría el riesgo de no verla nunca más (ignoraba dónde vivía). Me preparé frente al espejo, hice mil caritas distintas hasta que encontré la mejor. Ahora, solo tenía que vencer la timidez, pero estaba muy decidido, ¡lo haría!
Y llegó el último día, la escuela era una fiesta, todos fuimos ingresando al aula, pero ella, Sofía, mi amor, la maestrita más joven de todo el colegio, todavía no estaba en su escritorio. Llegó unos pocos minutos después, sonriente, bella como siempre, acompañada del maestro de cuarto grado, un horrible barbudo (al que, sin embargo, mis compañeras veían muy guapo), y entonces, Sofía le tomó la mano y anunció su traición: “Chicos, disfruten las vacaciones, y aprovecho para presentarles a mi novio”.
Nunca pude vengarme directamente de esa cruel farsante. Jamás volví a enamorarme, pero tuve decenas de amantes, todas maestras, a las que ilusioné y abandoné, una a una, sin darles ninguna explicación.
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