Doña Luisa era muy querida en nuestra calle. Hacía muchos años que había llegado de la mano de sus padres adoptivos. Solía recordar que al principio estuvo muy nerviosa, temerosa de ese nuevo mundo extraño para ella.

Había nacido en una tribu awá, en un lugar perdido en medio de la selva amazónica. Fue la única sobreviviente de una catástrofe. Sus ojos se entristecían cuando recordaba a su gente escapando de una gran matanza en medio de lo que, mucho después, supo que eran disparos de ametralladora.

Al huir se perdió en la selva. Un padre misionero la encontró, pequeñita, asustada y hambrienta. Quiso la suerte que el cura fuera compasivo y permitiera que un matrimonio amigo la adoptara. Ana y Pedro González ya no se separaron de ella.

Con el paso del tiempo, Luisa quedó sola en el gran caserón. Fue entonces que renacieron sus raíces primordiales. Sus noches se llenaban de ensueños extraños, le parecía escuchar el bochinche de los guacamayos, correr tratando de alcanzar a un inquieto agutí, sentir el olor de la lluvia sobre las grandes hojas de las plantas. Terminaba por despertarse desolada en medio de la noche, y recorría las habitaciones sin saber qué hacer.

Luisa siempre estaba atenta a recibirnos. Acostumbraba a ofrecernos agua fresca de manzanas y limón o un té con canela. Entonces nos relataba sus recuerdos de la selva, sus recuerdos de cuando era una niñita inocente y todavía no había sido golpeada por la realidad de los ambiciosos taladores de bosques.

Era su modo de no despegarse de su historia, y nosotros sentíamos que la acompañábamos a aquella tierra cálida y acogedora. Ya nos parecía escuchar el río que pasaba, a veces caudaloso y otras tranquilo, pero siempre generoso; ya nos sentíamos rodeados de mariposas y colibríes multicolores en medio del verde exuberante de la selva. Era como un ensueño difícil de describir que flotaba en el aire y nos envolvía. Era el encanto de su tierra ancestral llamándola, reclamándole que volviera, que allí la esperaban las sombras de sus padres para darle un último abrazo.

Y fue entonces que, poco a poco, los recuerdos de la selva se fueron adueñando de la casa. Los malvones y los lazos de amor de los macetones del patio reverberaban bajo los tibios reflejos del amanecer, y los gorriones del barrio abandonaban las calles para piar en sus ventanas.

Hasta que un día nuestra doña Luisa anunció que se iba de viaje. Quería volver a ver su selva amazónica y respirar sus aires, aunque solo fuera por unas semanas. Fue entonces que dejaron de escucharse los sonidos de los pájaros, y los árboles mostraron su descontento asomando las raíces entre las baldosas como si también ellos quisieran irse.

Fueron pasando los días. La casa de Luisa resistía lluvias y temporales. Poco a poco los árboles recuperaron la alegría y volvieron los gorriones a sus ramas. Poco a poco las plantas del patio fueron recobrando esa rara aura selvática, y era en los anocheceres que nos parecía escuchar murmullos y canturreos que nos transportaban a un bosque impenetrable. Todo aquello reclamaba a su dueña.

Una fría mañana volvió doña Luisa. Había tristeza en su mirada. Nos saludó al pasar y se encerró en la casa. No la vimos por muchos días, la extrañábamos pero decidimos respetar su aislamiento. Vaya uno a saber cuántas ilusiones quedaron perdidas en aquel viaje, cuántos abrazos no pudieron ser y ya nunca serían.

Fueron pasando las semanas, hasta que un día, recuerdo que era un Miércoles de Ceniza, las puertas de la casa volvieron a abrirse de par en par y todos entramos. Luisa estaba esperándonos con una sonrisa, y fue entonces que corrimos a abrazarla y fuimos sus padres y sus hijos, fuimos su río y su bosque, fuimos su tribu awá y Luisa nunca más nos dejó.

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