Descarrilo. Duele. No es el camino marcado. Pero creo, profundamente, que es el correcto. Ardo y mis entrañas chillan de agonía. Es espantoso, no puedo evitar soltar un gemido vaporoso. Pero es lo correcto.

Quiero que todo sea como antes, si es que algo así es posible. Quiero volver a unir personas, familias, ayudar a crearlas. Ayudarlas a escapar de sus monotonías y pesares, de persecuciones y pesadillas. No quiero ser el que facilite la decadencia, el dolor y la represión. Con mi destrucción busco el fin de la destrucción. Con mi muerte, el fin de la muerte, o por lo menos una reducción de la misma. Con mi sacrificio, el inútil sacrificio de los inocentes. Descarrilo. Ardo. Esta es una historia de libertad y esclavitud. Una historia de amor y su declive. Esta es la historia de mi descarrilamiento.

Hacía no tanto llevaba a gente a lugares que tenían sentido. Esa gente sonreía, cantaba, compartía. Yo pasaba por las ciudades y los pueblos y luego escalaba recónditas montañas, surcaba valles verdes, bordeaba acantilados, cruzaba puentes imposibles, avistaba las panorámicas más bellas. Lo hacía con entusiasmo, silbando alegres canciones, dibujando nubes en el cielo, serpenteado grácilmente por caminos de acero inquebrantables. La vida era plena. He sido testigo de bellas historias, razón por la cual ha merecido la pena vivir. Y también de las más desgarradoras. Uno ha de salirse del camino marcado si es lo correcto. Solo así se consigue una vida plena de verdad.

Los quejidos de mi interior (y de entre todos, soy capaz de reconocer el suyo) me traen un recuerdo doloroso. Cientos de niños lloraban en el andén principal de un lugar al que nunca había ido. Un clima diferente. Un idioma diferente de palabras como lazos. Pero los llantos suenan igual en todos los idiomas. Palabras de despedida, de amor y de buena suerte se trenzaban con aquellos sollozos. Palabras en otro alfabeto que volaron de aquellas almas atormentadas y que quedaron grabadas dolorosamente sobre las paredes de mis vagones. Esos niños iban a ser entregados a otras familias, lejos de allí, para que tuvieran una oportunidad; la de vivir. Se lo escuché decir a los operarios. No podía entenderlo: los niños han de quedarse con sus padres. ¿Cómo podían esas personas desalmadas desprenderse de sus hijos? Hablaban de guerra. Hablaban de hambre. Seguía sin comprender. Una vez cargados los vagones con aquella infancia desesperada, me negué a partir. Recuerdo los golpes y los insultos de los operarios. Amasijo de hierros, montón de chatarra… Y luego las sirenas. La gente corrió despavorida pero los niños permanecieron, intensificando sus chillidos, en el interior de los vagones. La primera bomba cayó en el Andén 5. La segunda cayó en las taquillas de la estación. Entonces solté los frenos y salimos pitando. Escapamos por poco. La estación fue reducida a polvo y escombros. Avanzamos por desiertos maltratados por el sol, recorrimos montañas cubiertas de nieve, atravesamos bosques de árboles desnudos, cruzamos ríos furiosos y barrancos infinitos… Silbaba canciones para animar a los niños, pero la mayoría seguía llorando kilómetro tras kilómetro. Recuerdo a uno especialmente, Mohamed, que dejó de llorar en cuanto atravesamos el primer túnel. Recuerdo su carita de asombro pegada al cristal casi sin pestañear, se le caía la baba por no cerrar la boca. No dejó que la tristeza le estropeara el viaje más alucinante de su vida. Por su mirada pude adivinar que nunca había visto un lago. Por su sonrisa imaginé que nunca había visto la nieve. Solo entonces pude convencerme de que estaba haciendo lo correcto. Que los caminos inquebrantables de acero nos llevaban a un buen destino.

Volví a ver a Mohamed muchos años después. Yo hacía un precioso viaje por la costa. Él no me reconoció, por mucho que sus palabras siguieran grabadas en mis entrañas. Yo le reconocí en seguida. Iba con una mujer embarazada. Se les veía felices, se les oía felices. Acababan de casarse. Cuánto me alegré de llevarle aquel día. No había cambiado nada. Ya no se le caía la baba mientras miraba por la ventana (eso lo reservaba para su enamorada) pero su mirada era la misma, sus sonrisas también. Aquellas expresiones me chivaron que nunca había visto el mar. Silbé la canción que había silbado para los niños cuando nos conocimos. Fue entonces que me reconoció. Me lo confirmaron sus lágrimas.

Luego llegó otra guerra. Esta vez contra aquel país de alfabeto extraño, de palabras como lazos. Perdí el trabajo. Fui detenido, encarcelado con otros como yo en un lugar oscuro, frío, húmedo; abandonados. Estábamos al borde de la muerte cuando el ejército nos liberó. O más bien nos esclavizó. Los trabajos forzados que siguieron me han llevado a tomar esta decisión. Hacía dos tipos de viaje. Uno en el cual mis entrañas vibraban con fervor nacionalista: cantaban, bromeaban, celebraban… Y el otro, el de vuelta, donde los jóvenes, sucios y abatidos, hacían de mis vagones ataúdes prematuros. Su silencio dolía. Sus miradas eran distantes pero no admiraban los paisajes. Algunos lloraban. Otros sonreían porque volvían a casa. Otros yacían fríos e inmóviles en cajas de pino en los últimos vagones. Según dejaba a estos, recogía a un cargamento entero de jóvenes henchidos, aún llenos de lo que creían era valor en vez de ignorancia. Es en uno de estos viajes que he vuelto a coincidir con Mohamed. Esta vez viste de verde como el resto. Sujeta un fusil, como el resto. Gritan “muerte al enemigo”, como también lo hará el enemigo. Y sufrirán los niños y sus madres y padres. Viajaremos por montañas nevadas y desiertos abrasadores, pero en la dirección opuesta a nuestro primer viaje juntos.

Descarrilo. No ha sido difícil. Tampoco fácil. Ardo. Duele. Pero más me duelen los lamentos de Mohamed.

He llegado a mi última parada. Final del trayecto. Ha sido una vida nómada, una vida emocionante, una vida plena. Y lo que quedará no será más que un amasijo de hierros; un montón de chatarra.

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