No lo encuentro. A veces puedo entrever algo parecido, tal vez un
brillo o una sombra, un bulto o una ausencia… pero se escapa al
mirarlo de frente como la sonrisa de la Mona Lisa. Mi mente se ha
acostumbrado a pensar en el después, a disfrutar del momento solo lo
justo, sabiendo que luego tendré la foto para volver, como si me
abriera una puerta mágica. Una puerta que cada vez es más y más
pequeña. Volver. Volver se está haciendo difícil, porque cada vez
nos vamos más lejos. Viajamos… nos morimos por IR, pero cada vez
hay menos tiempo para VOLVER.
Nací en el primer capítulo de la nueva vida de mis padres, justo
después de una migración pequeñita, de unos cientos de kilómetros,
los suficientes para sentir la soledad y el desarraigo como una
cualidad más. No eres nadie aquí, no eres nadie allá. El viaje no
era una visita guiada porque no íbamos, sino que regresábamos al
punto de su partida. El conocer era al mismo tiempo reencontrar:
lugares, familia, historia… El otro era en realidad uno mismo,
puesto que allí estaban las raíces.
Hoy el otro no importa, es un desconocido que nos resulta totalmente
ajeno y con el que no nos interesa mimetizarnos. Yo sufría por
saberme extranjera en lugares tan queridos para mí, pero a fuerza de
volver iba dejando de ser una turista. Ahora soy un número, una
cliente. Consumimos viajes, huimos de la rutina intentando abarcar lo
máximo posible en el menor tiempo posible o acabamos frenando de
golpe en la piscina de un hotel de lujo, lejos. Ya no saboreamos,
degustamos. Ya no buscamos, escapamos. Ya no volvemos, solo vamos. Y
sacamos fotos, muchas fotos. Compulsivamente, obsesivamente,
obligatoriamente. Imágenes que dejamos de atesorar porque son para
enviar de manera automática e inmediata, para compartir fuera. Ya no
importa el recuerdo, sino la apariencia. No importa el paseo, sino la
visita.
Y yo me doy cuenta de que, aunque lo que más quiero recordar no está
fotografiado, a veces se cuela por los rincones y entonces disfruto
de nuevo de los pequeños detalles que al final componen una
existencia, de los colores que evocan días deliciosamente perezosos,
de los sonidos que transportan a estancias ya cerradas, de los olores
de magdalenas que ya no saben igual. Y sé que en el propio buscar se
enciende y alimenta la memoria; que en aquellos viajes repetidos al
pueblo se forjaba una infancia feliz y la persona en la que
finalmente me he convertido.
No sé dónde buscarán las generaciones futuras cuando les entre la
nostalgia, o la necesidad, o una pandemia que de repente les impida
salir de casa y programar un futuro próximo y tengan que volver la
vista atrás. Sus recuerdos no serán más que postales y souvenires
con escaso valor… aunque quizás ya no importe. Al fin y al cabo,
todos acabamos siendo extranjeros en este mundo extraño y global,
migrantes de la vida sin un origen claro y con un destino incierto.
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