«Cuando Sara cuenta su historia con acento caribeño, uno tiene la sensación de que ha sido expulsada del paraíso. Todo ha salido de maravillas por estas latitudes más frías –o casi– se percibe en la dulzura de la voz, el entusiasmo y la risa. Sin embargo, la felicidad que juega entra sus dedos, lejos del país que adora e imagina como el mejor, tiene la fragilidad de un cristal de hielo».
Así empezaba la entrevista con Sara hace dos años, cuando vivía a unas cuadras del río y buscaba en las tardes el refugio del tango. En su niñez había aprendido a bailar salsa, merengue, reguetón, pero fue en la soledad de Montevideo que probó con el ritmo amargo del Río de la Plata.
Sara fue una de las doce mujeres que entrevistamos juntos al fotógrafo Pablo La Rosa en 2018. Entre ellas estaba Carmela, venida de Italia en barco; Michelle, una enigmática artista francesa; la sueca Siv que se enamoró de un exiliado político y regresó a Uruguay ni bien terminó la dictadura; la jovencita de China, que huía de las exigencias y el estrés de su país; una cubana con toda su familia a cuestas; una argentina amante de la libertad y Sara…
Llegó a Uruguay por esas carambolas académicas de seminarios y encuentros profesionales que abundaban en la época previa al coronavirus. Por lo conversado, intuyo que Sara nunca deja un resquicio sin explorar: si ve una posibilidad de «crecer» en términos convencionales, si la transformación parecer ser el precio para entrar a alguno de los escenarios de la felicidad, Sara se lanza.
Dejó la Caracas natal con sus siete millones de habitantes para instalarse en Uruguay. Quiso la suerte que fuera a parar, al principio, a un pueblo del norte del país, con unos pocos miles de habitantes. Fue como llegar al Lejano Oeste en tiempos de los primeros conquistadores. Entre risas, Sara recordaba el llanto del primer día, y la noche que le tocó dormir en una silenciosa casa diocesana sin internet ni televisión. Sobrevivió a esa noche y a mucho más. Consiguió becas y algunos de los modestos cargos que el país ofrece a los investigadores. Pero extrañaba una forma del querer que no se estila entre los hombres de estas tierras. Por eso no es insólito que se haya enamorado de un antiguo compañero del colegio, cómplice de un lenguaje con olor a arepas. Él desde Londres y ella desde Montevideo tramaron una historia virtual que mutó (para usar un término del momento) y se adaptó a la vida real de un piso de Madrid.
Sara llegó a Madrid en julio de 2019 cuando las calles comienzan a vaciarse y el calor del asfalto anuncia que el planeta se achicharra. Confieso que al principio me pareció casi una traición su salto a España la conquistadora. Y tal vez no le habría escrito si no fuera por esta peste que te mantiene sentado frente a la pantalla y te lleva husmear cuántos van cayendo por el mundo.
En el mapa, Madrid se convirtió por unos días en un enorme punto rojo con sucesivos círculos concéntricos. ¡Ahí está Sara!, pienso. En esa mancha que se expande ella eligió hacer del amor una historia de sábanas y utensilios de cocina. Siento curiosidad y le escribo a esa muchacha venezolana que se ha vuelto a meter en la boca del lobo.
Entonces ella me devuelve una historia, una hilera de audios de whatsapp, como si estuviera en el diván del psiquiatra. Cuenta las peripecias de las filas en los consulados y oficinas públicas, las horas perdidas, los meses de incertidumbre antes de conseguir los malditos papeles que se necesitan para entrar en la cima del mundo. Sabe que deberá esperar para ser una ciudadana sin miedos y que el título de maestría valga lo que vale. Mientras tanto, juega a reinventarse en niñera de chiquillos españoles e ingleses.
Sara deja sus mensajes durante varias mañanas. Me saluda con un «buenos días». Se supone que me habla a la distancia. Ella y yo sabemos que el diálogo es consigo misma, una búsqueda de argumentos pasados y futuros para explicar la decisión que la condujo a Madrid y a la ilusión de la casa propia con hijos.
Transcurre por el laberinto de sí misma, da marcha atrás en los tramos sin salida y retoma por caminos que cada tanto se bifurcan. Me la imagino en un sillón, celular en mano, hablando bajito para no despertar a nadie. Ella me envía una foto de un balcón hacia una calle arbolada. Hay una silla para tomar el fresco y, en este tiempo de cuarentena, poco tránsito abajo. Temo que su voz se quiebre y adelanto el audio para ver si se ha puesto a llorar. Pero no, Sara sigue conversando y de a ratos toca incluso la euforia.
Su acento se ha vuelto más neutro. La imagino junto a otra ventana, una habitación en penumbras, el cielo plomizo. Ella con los ojos apenas abiertos habla de sí misma. Va y viene, analiza, y se apoya en la frase de una amiga, también venezolana y emigrante, que le ha recordado un refrán español: «Sara, tienes que elegir si quieres ser la cabeza del ratón o la cola del león».
Ahora soy yo quien cierra los ojos. No está en la mecedora de la habitación en penumbras, sino en una trifulca, una batalla fenomenal con un ser híbrido, mitad roedor mitad fiera, una bestia que se pasea por el mundo y no conoce fronteras ni pasaporte.
Fotografía: Pablo La Rosa
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