Minyarra tiene la piel del color del cuero viejo y no se ve el
blanco de sus ojos. Su pelo es grisáceo y crespo y crece hacia
arriba. Sus brazos y manos tienen la piel agrietada y enseña sus
encías rosas al sonreír. Bajo los pantalones grises sus
piernas están secas y fibrosas.
Está de pie frente a mi en el camino amarillo entre los naranjas
y marrones y rojos de la tierra. Tras él el escaso verde de troncos
finos y oscuros y el horizonte infinito a cada lado. El cielo azul
es limpio y los pasos descalzos de Minyarra sobre la tierra se
reflejan idénticos arriba.
Minyarra camina con la mirada en el suelo y sus labios se mueven
sin cesar. Cada paso que da es un verso en la canción que llevan
cantando desde el principio los creadores que soñaron el mundo. Cada
sílaba que murmura hace huella en la tierra quemada y cada variación
en el camino cambia el ritmo o la velocidad de su canto. Si los pasos
de un hombre se perdieran en el bush australiano, los encontraría en
la memoria de la canción y en las líneas que recorren el planeta.
Las líneas que surcan el cielo y la tierra fueron creadas por las
primeras canciones de la misma misteriosa manera en la que las
primeras canciones fueron definidas por las líneas del cielo y de
la tierra.
Yo camino en silencio detrás de Minyarra porque no puedo aprender
las líneas-canción. Se las enseña a los jóvenes de su familia, a
la que no pertenezco, entrelazando los silencios dubitativos de
aquellos a la primera voz que entonó las palabras. Es esta una
distancia sólo aparente pues nos sabemos hijos de la misma madre.
Cantamos para recordar, recordamos para caminar, caminamos para
cantar.
Las lineas-canción cruzan el globo. Hace tiempo caminamos desde
África hasta Asia, hasta Oceanía, hasta Alaska, hasta América del
Sur. Nuestros pasos en el mundo unieron el espacio transitado con el
tiempo de las canciones y así recordamos cada recodo del camino, su
textura, y cantamos el regreso con los ritmos que facilitan el
recuerdo. Las sílabas, trazos en el mapa de los cielos y de la
tierra, nos ubican y nos dicen dónde estamos, hacia dónde vamos y
hacia donde volvemos. Venimos del mismo lugar y volvemos al
mismo lugar, aunque les demos nombres diferentes.
Los dedos de yemas sensibles de Minyarra están acostumbrados a la
escucha en el silencio y recorren con suavidad la corteza de los
palos que recoge del suelo. Se queda quieto de nuevo en medio del
amarillo con sus pies cubiertos de rojo sujetando un palo con ambas
manos, lo mira absorto y escupe al suelo con la boca torcida. Birrani
y Jedda se acercan y se sientan delante de él. Me quedo de pie a una
cierta distancia para poder llenarme del cielo detrás de las tres
figuras y que se me cuele toda la luz de esta imagen en los ojos.
Quiero respirarle las canciones y sentir su murmullo descender en
cascada hasta mis pies. Un águila planea silenciosa sobre el aire
caliente.
Birrani y Jedda escuchan la voz de Minyarra mientras los dedos
acarician la madera y recita las silabas que describen el movimiento
irreemplazable de ese palo. Es así como aprenden qué decir en cada
bifurcación de un camino, qué cantar cuando se llega al valle o a
un promontorio. Las manos reconocen por el tacto la profunda sutileza
de cualquier desviación en una línea que nunca es recta. De la
misma manera los pies acarician la arena sintiendo las líneas que
van por debajo y que cuentan las historias de sus pasos antes
siquiera de darlos.
“En tu libro de viajes vas en círculos, Bruce, para no llegar a
ningún lugar. Te has ido a todas partes para estar en el mismo
sitio.” Le dice Minyarra esa noche frente al fuego a Bruce, el
viajero y escritor galés que nos ha encontrado bajo las estrellas.
Se ríe con delicia. Se ríen ambos abiertamente y mirándose a los
ojos y mirando el humo subir a los cielos.
Para volver al lugar de nuestro nacimiento hay que cantar las
canciones adecuadas y son pocos los hombres y mujeres que aun
recuerdan las canciones del regreso. Cuando mueran se perderá el
conocimiento de los caminos que nos unen desde que salimos de la
cueva. Perderemos la memoria de quienes somos.
Si pudiera esta noche te cantaría mis pasos y compartiría así
mi pequeño camino en la tierra contigo y con tus hijos y con los
hijos de tus hijos. Si pudiera recordaría todas las canciones de
nuestra especie para que las guardaras entre tus manos y no las
perdieras, para que pudieras volver, después de haberte ido tan
lejos, al lugar donde naciste, al lugar donde perteneces, al silencio
entre los versos. Si pudiera cantaría los pasos de todos los que han
sido y con mis manos cogería las cadenas partidas del conocimiento
para unir los eslabones de nuevo.
En el silencio de esta noche escucho la respiración tranquila de
Minyarra, el sueño inquieto de los adolescentes y las apneas de
Bruce mientras miro el cielo cubierto de mapas y de historias. Todas
las vidas que han hecho posible estos dibujos, todo el saber en
vocales de boca en boca, de recuerdo en recuerdo, desde que nos
erguimos sobre dos pies para tener el sol más cerca.
El verso del tiempo y el verso del espacio no le pertenecen a
nadie; los crean el ir y venir de tus pies, y de los míos, los suyos
y los vuestros. Escuchando el latir enterrado en la tierra pienso
que, quizás, sólo cuando hayamos olvidado completamente quienes
somos cantaremos nuevos caminos.
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