El éxodo de Harbor

El éxodo de Harbor

Beka Laureano

03/05/2020

Después de nuestro advenimiento turbulento los guardias nos encontraron, nos apuntaban con sus armas que parecían rudimentarias, pero realmente no sabíamos cómo funcionaban. Nosotros caminábamos, ellos nos empujaban, nuestros cuerpos cansados no toleraban más, pero era necesario sostenernos firmes. Este trayecto había sido demasiado largo, entre el cansancio y la sorpresa llegamos a la ciudad construida de piedra, majestuosa edificación que se postraba frente a nosotros. Ellos nos miraban, algunos se asustaban, otros nos tiraban cosas, y aunque en ese momento deseábamos regresar a casa, era imposible.

Lo que nos pasó fue indescriptible por el dolor y la angustia que nos provocaba vivir en nuestro hogar. La palabra normal era algo que se había extinguido en nuestro vocabulario, la guerra se la tragó. Las batallas eran interminables, todo el tiempo, día tras día y cuando existía un momento de tranquilidad, se rompía porque el caos se presentaba nuevamente, disparos y bombas nos arrebataban a nuestros amigos, hermanos y vecinos. Yo daba gracias que mi familia estuviera con vida, sin embargo, el hambre nos atacaba todo el tiempo, a veces nos arriesgábamos y salíamos a conseguir alimentos. Sin duda, esta guerra borró la sensación de sentirme satisfecha.

Recuerdo ese día, esa hora, ese minuto que nos cambió para siempre la vida a mi hermano y a mí. El calor nos llegaba de golpe, sentados en lo que alguna vez fue un hogar seguro y mientras esperábamos a nuestros padres, escuchamos voces, entonces los disparos comenzaron, los silbidos agudos rompían dentro y fuera de nuestra casa, una explosión partió una pared, las piedras rebotaron por todos lados y una pequeña cayó en mi ojo izquierdo, fue tan rápido que no sentí dolor, pero sí me desmayé. Desperté en el centro de la ciudad, había otros refugiados y ahí estaban mis padres, inmediatamente pregunté por mi hermano y cuando lo vi caminar sin una de sus extremidades, lloré, pero no me percaté de que yo había perdido un ojo.

Un sol amarillo florecía a espaldas de esa construcción monstruosa, nos obligaron a subir escalones de piedra, algunos se doblaban y caían exhaustos, los guardias los levantaban y los forzaban a caminar nuevamente. Ya en la cima disfruté la vista, el lugar era bello, muy diferente al nuestro, era impresionante, rodeado de agua y esos árboles texturizados que no conocía.

La huida fue precipitada, furiosa, doliente, dejé atrás lo que alguna vez amé, dejé atrás el dolor, dejé atrás todo lo que alguna vez fue. Esta guerra dejó huella en mí, en mi interior, en mi mente. Miles salimos corriendo, huíamos sin destino fijo, pero quedarse era peor. En la conmoción nos separamos de mis padres y quedamos solos mi hermano y yo.

Entramos a un gran salón decorado con diferentes tipos de piedras, negras, rojas, blancas, azules y los techos de madera bien labrada; era una habitación espaciosa y al fondo se encontraba alguien con una corona extraña y una rara vestimenta que dejaba ver su piel color canela. Nos acercaron y él comenzó a hablar, pero no entendíamos nada. Los guardias hicieron una caravana, él se acercó a uno de nosotros y entre señas se dio a entender.

Sin mis padres me sentía triste, pero tenía que aparentar autoridad y control por mi hermano. No había sido la primera vez que deseábamos huir de nuestro hogar, lo intentamos varias veces, llegábamos a otra región, pero nuestra raza no se tocaba el corazón, nos dejaban desprotegidos en las inclemencias del tiempo y sin alimento. ¿Qué pensaban, que no sentíamos nada?, si hubiesen experimentado nuestro dolor nos hubieran dado una oportunidad de vivir, porque sobrevivir no era vida. Después entendieron nuestro sufrimiento.

El señor con corona de plumas salió con dos de sus guardias y con uno de nosotros. A los demás nos llevaron a una nueva celda, aunque era diferente la reconozco porque hemos pasado tantas veces por lo mismo y me preguntaba qué pasaría si hubiésemos salido con más tecnología, pero no pudimos, escapamos de nuestra destrucción y henos aquí, esperando lo mismo de siempre.

Comenzó la furia, la indiferencia, la hambruna, la angustia en todos los rincones de nuestro planeta. Conseguir un espacio en la nave para mi familia fue una batalla, pero mi papá lo logró, ¿cómo lo hizo? jamás lo supe. Nos subimos a la nave, mi hermano no dejaba de preguntar por mis padres y mi ira sucumbió porque lo abofeteé tan fuerte que dejó de llorar, su cara estaba tan roja de coraje pero entendió y se quedó callado. Nuestro planeta Harbor estalló, la luz alumbró nuestro viaje, parecía que no se iba a extinguir, pero lo hizo mientras más nos alejábamos.

Después de estar en el cuarto confinados, después de que entendieron que no éramos peligrosos, nos hicieron esclavos. Si tan solo hubiéramos tenido el tiempo de traer toda nuestra tecnología… Les damos asco, por eso nos confinaron afuera de la ciudad, nos vigilan constantemente y entendieron nuestra tecnología porque uno de los nuestros los ayudó, no tenía alternativa. Ahora sé que nuestros captores son “Aztecas”.

A pesar de que estábamos sufriendo dentro de la nave, a pesar de que otras naves tomaron otros rumbos, a pesar de que nuestra nave se quedó sola, yo albergaba en mi corazón la esperanza de una nueva vida, sin guerras, sin dolor, sin hambre…

El cielo de la Tierra se iluminó por la llegada de los harborianos, fue un aterrizaje forzoso que hizo cimbrar los bosques. Los Aztecas observaron, fueron presas de su propio miedo, pero los capturaron porque pudieron. El hermano de nuestra viajera murió y con él su esperanza y sus ánimos de vivir: ella se dejó morir. Los Aztecas se quedaron con su tecnología y crearon naves, armas, su desarrollo fue extraordinario. Cuando los españoles los quisieron conquistar no pudieron, aunque lo intentaron aferradamente, la tecnología azteca los destruyó.

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