Desde que tengo uso de razón he sido un solitario. Nunca me gustó convivir con la gente. Quizá la razón de esto se encuentra en mis traumas infantiles. Mis padres eran unas personas muy sociables, y, por desgracia, muy católicos. Y digo “por desgracia” porque en mi casa siempre había algún sacerdote o alguna monja invitado a compartir nuestra mesa. 
Por las tardes, no podía faltar el rezo del Santo Rosario, a las seis en punto. Las amigas de mi madre se reunían en nuestra casa y, muy “emperifolladas”, se hincaban formando un círculo en la sala de nuestra casa. 
Terminado el rezo, venía la “chorcha”, como decía mi madre. Compartían las galletitas que cada una llevaba, el panqué o el pie que alguien había horneado ex profeso para la ocasión, y mi madre proveía el café caliente. Siempre terminaban con el anís o el oporto, después de haberse “comido” a todos los integrantes de la colonia. Mi madre tenía una frase muy sabia que aplicaba muy bien para esos momentos: “El que contigo habla mal de otros, con otros habla mal de ti”. También decía que quien no asistía a una reunión, era el principal tema de crítica en la misma.  Yo creo que esto era, más que el entregarse a la oración, el principal motivo por el que las señoras de la “alta sociedad” asistían a nuestra casa. 
Para dirigir las oraciones, nunca faltaba el párroco de nuestra colonia, y cuando este no podía asistir, enviaba, sin excusa alguna, a un afortunado representante, pues sabía que de no hacerlo, se perdería del jugoso óbolo que mi padre aportaba cada domingo durante la misa.
Dichas reuniones duraban, en promedio, un par de horas, tiempo durante el cual, como es obvio, nadie podía hacer el menor ruido, por lo que yo tenía que confinarme en mi cuarto, y aprovechar, entonces, para hacer mis labores escolares. 
No me molestaban tanto estas  reuniones, sino el hecho de que a cada una de las invitadas, debía yo saludarlas y despedirlas plantándoles un “cariñoso” beso en sus perfumadas y bien maquilladas mejillas,  como correspondía a  un chico de sociedad, muy bien educado.

En ocasiones solía yo hacerme el enfermo, librándome así, de tan repugnante obligación. Esta treta, como era de esperarse, no podía repetirse muy a menudo, pues resultaba extraño que durante mucho tiempo permaneciera yo indispuesto.

Los domingos era otro calvario. Toda la familia debíamos abordar la van de mi madre, y conducida por mi padre, visitábamos algún seminario, guardería, hospicio, asilo o cualquier otro lugar asistido por religiosos, del cual mi exitoso padre era benefactor, donde consumíamos el día conviviendo con los inquilinos, y asistíamos, en ese mismo lugar, a la obligada misa dominical. 
Por aquellos días, mi padre insistía en que yo debía ser sacerdote, idea que a mí me desconcertaba, pues siendo aún un niño de escasos diez años, me aterraba la idea de pasarme la vida entre cuatro paredes, rezando todo el tiempo. Y no era que no creyera en Dios, pues mis padres se había encargado muy bien de educarme en la Fe católica.

Cuando mis padres fallecieron, me quedé completamente solo, en aquella enorme mansión donde había pasado toda mi vida. Fue entonces que me di cuenta que debía liberarme de mis propias ataduras internas. Vendí la casa y me mudé de ciudad. Compré un pequeño departamento, en el cual decidí aislarme. Mis únicos amigos son mis libros, y a pesar de que me encuentro muy lejos del lugar en que crecí, aún me da pavor salir a la calle y encontrarme a alguna de las amigas de mi mamá, debiendo darle un fingido abrazo y plantarle un beso en su ya cetrina mejilla.

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