No me dijo adónde iba.
Me dejó aquel libro que no abrí hasta una semana más tarde. Con luz pobre leí las palabras de la escritora Sanmao, que parecían las suyas propias:
Deseo de veras que los amigos que me aprecian entiendan mi situación actual. Por favor, no creáis que es una lástima que no nos podamos ver, pues lo que tiene la literatura es que cada lector puede crear lo que desee.
Cerré el libro, me tapé hasta arriba y apagué la luz. No pegué ojo, no entendía nada.
Las semanas siguientes fueron un desierto. Cada día me costaba más creerlo. Miré el calendario: cuatro de mayo, hacía exactamente dos meses que no veía a Yun y hacía dos meses y tres días que habíamos celebrado su cumpleaños. Yo le regalé un reloj para que llegara puntual a las clases. Me sorprendió tanto su expresión cuando abrió la cajita… se quedó helada. Me confesó que en China el reloj simbolizaba el envejecimiento, y que regalárselo a alguien no era de buen augurio. Pero no podía haber desaparecido por eso; ella me había regalado un calendario con hojas de arrancar, lleno de ilustraciones y proverbios, pero, al fin y al cabo… ¡un maldito cuaderno que te recuerda cada día el paso del tiempo!
Conocí a Yun en Oviedo. Ella se había matriculado en un máster universitario bastante exigente y coincidíamos algunas tardes. La veía entrar en su clase, parecía una niña ingenua y perdida, pero la juzgué demasiado pronto. Había aprendido español en Salamanca y era incluso capaz de contar chistes; se despedía de la gente diciendo «¡Hasta lueguín!» y yo no podía contener la risa: una oriental tan extrovertida… A veces, cuando la puerta del aula se quedaba entreabierta, me fijaba en ella. Se sentaba sola y participaba mucho, era más espontánea que el resto de sus compañeros extranjeros. A mí me parecía una empollona pero a la vez la admiraba; yo nunca hablaría tan bien ningún idioma. Aún así, no le iban a regalar el título por hablar un casi perfecto español y tener un corazón grande.
Un día, después de recorrer rutinariamente las aulas, la vi recogiendo sus apuntes para salir. Me esperó mientras yo cerraba el edificio y con ojos sonrientes me preguntó si podía acompañarme. Me contó que era de Chengdu, una ciudad grande y contaminada en el suroeste de China, y que en su región había muchos osos panda pero que nunca había visto uno. Había trabajado mucho para poder venir a España y encontrar libertad. Llegamos a mi portal, yo vivía muy cerca del campus:
–¿Qué vas a cenar hoy?– su mirada apuntaba al suelo.
–Cualquier cosa rápida –respondí.
–¿Cuál es tu verdura favorita?– preguntó curiosa.
–Las acelgas– respondí. –Bueno, me tengo que ir, otro día te invito a subir.– Le dije mientras metía la llave en la cerradura.
–No te preocupes. Soy feliz con el rato que hemos compartido, eres muy amable.– Se despidió lentamente, dio media vuelta y se giró para preguntarme en la distancia:
– Ah, ¿En qué mes naciste?
Sentía tanta pena… intenté contactarla por todas las redes sociales. Pregunté a algunas conocidas suyas, envíe una petición de amistad a un buen amigo que Yun tenía en Gijón. No me respondió.
Al día siguiente de nuestra primera conversación, Yun llegó al aulario cinco minutos tarde. Atravesó el vestíbulo para llegar a mi mesa y decirme muy bajito algo que no entendí señalando su mochila. La miré con atención a través de la mampara. Entonces, vi unas hojas asomando de su mochilita. ¡Me había traído acelgas!
Esa no fue la única vez que Yun tuvo gestos bonitos conmigo. Algunos viernes, cuando llegaba a casa, me encontraba una bolsa colgando de la puerta con fruta. Pintaba piedras que cogía en la playa de Gijón, escribía algo en chino y me traducía el mensaje por detrás. Solían ser frases inspiradoras del tipo: «Un deseo no cambia nada. Una decisión lo cambia todo». Me entregaba una cada lunes. Cuando quise darme cuenta ya me había acostumbrado a desayunar agua con limón por las mañanas y a entonar el nombre de las estaciones en chino. También me enseñó a decir «Me gusta el río», «Hace buen tiempo» y «Afortunada».
Un día la invité a casa a cenar, le había prometido una deliciosa tortilla de patatas. Me miraba con tanta admiración mientras cocinaba que cuando quise darle la vuelta a la tortilla se me cayó la mitad en el fregadero. No me había pasado nunca… pero brindamos y nos reímos.
¿Cómo iba a encontrarla? Miré el calendario: cinco de mayo. Metí algo de ropa en una mochila y cogí una piedra que yo había pintado para ella. Solo sabía que sus tíos tenían una floristería en Madrid. Me acordaba del nombre porque se llamaba Lucky y me parecía valiente ponerle ese nombre a tu negocio. «Sus tíos tenían que saber dónde estaba», me concentraba en ese pensamiento en el autobús mientras apretaba la piedra inscrita en mi mano. Durante el viaje busqué en internet y descubrí que no había ninguna floristería con ese nombre en toda la ciudad. Nerviosa, llamé floristería por floristería preguntando por «Lucky» hasta que, a la novena llamada, un hombre me dijo que había un pequeño puesto de flores a la vuelta de su establecimiento con ese nombre, en la plaza San Andrés.
Salí del metro y me dirigí a esa dirección, siete minutos según Maps. En la plaza no reconocí ninguna floristería pero al fondo había un pequeño quiosco. Caminé decidida y me pareció ver de lejos a una mujer arreglando un ramo de flores. Al acercarme y ver que era oriental, me dio un vuelco al corazón.
–Buenas tardes, soy amiga de Yun Huang. ¿Es usted su tía?
–Sí, ¿qué quiere?
Las palabras me salían a borbotones; le conté la historia. Me dijo con resignación que no sabía nada ni tenía forma de saberlo. Di dos pasos atrás, miré el rótulo de la tienda con ojos húmedos: Lucky (幸运).
Fortuna es haberte conocido.
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