Historia de un sueño

Historia de un sueño

Marie era la más pequeña de una familia pobre del barrio de Solino, uno de los más grandes suburbios de Puerto Príncipe. Tenía 13 años cuando su madre, Annette, partió a Brasil en 2010, después del terremoto que arrasó el país, ayudada por una asociación que le permitió reunir los fondos necesarios para viajar. Atrás dejó a sus cuatro hijos, al cuidado de un padre que pasaba la mayor parte del tiempo borracho.

Cinco años habían pasado desde entonces, cinco años sin ver a sus hijos, luchando por sobrevivir como una “sin papeles”, con la esperanza de que su suerte cambiara.

Durante aquel tiempo, Marie había presenciado con dolor la partida de sus amigos y hermanos hacia la República Dominicana. Algunos incluso se habían embarcado en “cayucos” en dirección a Las Bahamas o las costas de Florida, poniendo en riesgo sus propias vidas.Con cada partida, la angustia de Marie crecía, atrapada en una vida que no le ofrecía oportunidad alguna.

Subsistía gracias a un trabajo informal en un puesto callejero de alimentación y ahorraba lo que podía con la esperanza de partir un día también hacia Las Bahamas con sus hermanos. Por la noche, después del trabajo, regresaba a refugiarse en la tienda deteriorada que una organización había donado a la familia tras el terremoto. Incapaz de pagarse nada mejor, Marie seguía alojada en un campamento de damnificados, con otras personas que, como ella, lo habían perdido todo. Para calmar el dolor del estómago, dedicaba las últimas horas del día a pensar en la vida que quería tener: buenos estudios, un trabajo honrado, un bonito apartamento, un hogar, niños…Y sumida en aquellos pensamientos de esperanza, caía rendida por la fatiga del día.

Cansada de aquella vida, Marie decidió que había llegado el momento de cambiar su suerte. Contactó a Céline, una antigua amiga de Solino que también deseaba partir en busca de una vida mejor, y se reunieron en una arboleda cercana al campamento de Marie. Durante horas hablaron, rieron y soñaron con su nuevo futuro. Sus ojos resplandecían solo con pronunciar la palabra “Bahamas”, ese archipiélago que se había convertido en uno de los destinos preferidos de los haitianos desesperados.Juntaron sus ahorros y, con ayuda de un contacto de confianza, planearon con esmero todo lo que necesitaban para su viaje.

El día de su partida, Marie y Céline fueron en “tap-tap” hasta Port-de-Paix, una ciudad situada al noroeste del país, de donde salían cada día numerosos barcos con destino a Bahamas y Florida. Al caer la noche se acercaron al puerto, donde les esperaba una enorme embarcación, donde ya se habían acomodado más de 300 personas. No era normal que los “pasadores de fronteras” usaran barcos de tanta envergadura. La cubierta principal estaba hecha en madera oscurecida; en la proa, un mástil de 10 metros sostenía la única vela de la embarcación y una balaustrada rodeaba la cubierta, ofreciendo una cierta protección contra las posibles caídas. En popa, Marie vio decenas de hombres, mujeres y niños, amontonados los unos sobre los otros, luchando por conseguir un sitio.Al subir, pagaron 1.500 dólares cada una al capitán y buscaron un sitio donde acomodarse entre la multitud. Pocos minutos después, la embarcación se echó a la mar.

Durante toda una jornada, solo vieron la inmensidad del océano, el cielo que les cubría como una gran sábana y, en el horizonte, una línea azul desenfocada que separaba ambos.

A la caída de la noche, repentinamente, estalló una fuerte tormenta. En un rincón, sobrecogidas, Marie y Céline escuchaban el ruido de las olas que golpeaban el casco del barco. Estrechando a Céline contra su pecho, Marie se sujetaba a la trasera y miraba la cubierta de madera que se sumergía en el agua, arrastrando consigo a las personas que yacían en ella. Los gritos eran ensordecedores. A la izquierda, un hombre buscaba con angustia a sus familiares entre la gente que se agitaba en las aguas. A la derecha, decenas de personas se aferraban a las cuerdas del casco, haciendo virar el barco. El capitán gritó: “¡Repártanse a lo largo de la cubierta! ¡Nos hundimos!”

En apenas unos segundos el mástil se partió, cayendo sobre la cubierta y rompiendo una parte del casco. Gran parte de los pasajeros cayó al mar. Entre gritos de auxilio, Marie no podía más que contemplar impotente el espanto y el horror de aquella escena. Cuando quiso reaccionar, Céline ya no estaba a su lado. Buscó en cubierta, pero no acertaba a reconocerla. Gritó su nombre intentando alzar la voz entre las llamadas de auxilio, pero no recibió respuesta. Buscó en el mar, entre las sombras y los chapoteos de los que luchaban por mantenerse a flote.

¡Fue tan rápido! Apenas unos pocos consiguieron volver a subir al barco y en cuestión de minutos los gritos se fueron convirtiendo en voces lejanas, después en susurros y finalmente en silencio. Ninguno sabía nadar. Tampoco Céline.

Lo que quedaba de la embarcación marchó a la deriva durante días, con el motor dañado y sin apenas alimentos y agua para los pasajeros que habían sobrevivido.

Aquel precioso horizonte que les había acompañado el primer día, ahora se le asemejaba a un precipicio sin fondo en el que se desvanecían sus sueños de un futuro mejor. En su fuero interno no podía parar de repetirse: “¿Por qué he sobrevivido?”

Ella y otros pasajeros, agitaban por turnos sus ropas para atraer la atención de otros barcos. Al fin, tras tres días a la deriva, un navío militar de la marina bahameña acudió en su ayuda y les llevó hasta la costa. Solo 52 personas sobrevivieron: 23 hombres, 11 mujeres, 6 miembros de la tripulación y 2 niños. Aun aliviados por estar con vida, sus rostros reflejaban la dureza de quien ha visto morir a los suyos en el océano. Nadie les había avisado de que, si sobrevivían, no podrían recuperarse de aquella tragedia. El mar se había tragado sus esperanzas, dejando en su lugar tristeza y sombras.

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