De Dresden a Barcelona

De Dresden a Barcelona

Aloïs Cohen

23/04/2020

Era la mañana del 4 de febrero de 1917. Las calles de Barcelona estaban heladas, y una delgada capa de hielo forraba la acera por la que yo caminaba, aferrada a la mano de mi tía Cora. Llevaba yo apenas dos días viviendo con ella y caminábamos apresuradas hacia la oficina de correo. Yo les había escrito a mis padres una bella carta, tan bella como la puede escribir una niña de nueve años. En ella les narraba mi periplo por tren, en camión e incluso a caballo, desde Grosserbaum, la pequeña villa cerca de Dresden, donde había crecido: el único pueblo que había conocido hasta el día que partí.

–Corinna Schlagen–interpretó mi tía su letra ilegible al dependiente de la oficina de correos–ese, ce, hache, ele, a, ge, e, ene–señaló con un dedo. El dependiente se fijó en el acento de Cora y miró alternativamente, con impavidez, su expresión angustiada y el sobre amarillento, que había servido para portar correspondencia, al menos un par de veces antes: no abundaba el papel en aquella época. –Podría tardarse varias semanas en llegar y, aun así, no podríamos saber si llegó o no llegó–explicó el dependiente, quien ahora me miraba también a mí. Yo no entendía una sola palabra de lo que decían, pero mi tía me explicó todo muy bien, al regresar a casa.

Por el camino de regreso, recordé que había mencionado en la misiva mi paso por pueblos devastados, por trochas apenas practicables; que había visto cadáveres, con el rostro destrozado por el shrapnel, o azul, con la expresión terrible del ahogamiento por gas venenoso; que vi un caballo idéntico a Hano, muerto, en una cuneta, con muchísimos gusanos en el anca izquierda y a los hombres del lugar destazándolo y repartiéndolo, para comerlo. Pero, olvidé mencionar la mirada lasciva del primo Gunther, que viajaba conmigo y con mi tío Karl y con los demás hombres. Olvidé mencionar también que tuvimos que arrojarnos del camión, dos veces, para salvar la vida: la primera vez, antes de abandonar Alemania, porque cayó una ojiva, muy cerca de nosotros, que dejó un cráter enorme; la segunda, pocas millas antes de llegar a Paris, porque nos dispararon los ingleses. Allí obligaron a mi tío y a los demás hombres, que venían hacinados con nosotros en el camión, a empujar unas piezas de artillería, que se habían atorado en el barrizal. El camión sufrió algunos daños y los soldados nos ayudaron a repararlos. Nadie resultó herido.

En medio de mis recuerdos, me distraje y resbalé en el hielo. Faltó poco para que mi tía Cora cayera conmigo… acaso nos hubiera arrollado ese soldado que venía raudo en un hermoso alazán. Mi papá tenía un alazán como ese, Gerrit, pero, lo utilizaba para tirar la carreta cuando iba a Dresden, llevando patatas y cebada para el mercado. Gerrit comía más y mejor que Hano y le queríamos más, tal vez porque era más bello y más fuerte. De todas maneras, un día vinieron soldados del ejército del Kaiser y se los llevaron a ambos. Solo nos quedaron los bueyes y cuando ya no hubo más mercado en Dresden, mi padre los tuvo que sacrificar para que comiéramos de su carne.

Ya en casa, mi tía Cora me preparó cocoa y me la sirvió, caliente, con pan de maíz. Ojalá hubiera aprendido su receta: jamás volví a probar algo igual.

La calurosa tarde del 9 de mayo de 1917, el tío Heriberto me llevaba a la escuela. Mi castellano mejoraba, pero, todavía no lograba adaptarme a las clases ni a mis compañeros. Hacía dos semanas, mi tía Cora había fallecido, víctima de la gripe, sin dejar descendencia. Un vecino suyo, Heriberto, me había adoptado. Ahora tendría tres nuevos hermanos: Carlos, hijo de un matrimonio anterior, Helena y José, que tenía mi edad. No pude escribirles a mis padres, porque no sabía decir su domicilio. Solo el nombre del pueblo, Grosserbaum, y el de ellos: Willhelm y Greta. Hasta mi nombre me sonaba ajeno en labios de mi nueva familia: Bertha. En casa, Heriberto y María, su esposa y madre de Helena y José, hablaban en catalán, pero, procuraban hablarnos a sus hijos y a mí en castellano, el idioma que enseñaban en la escuela; ellos pensaban que era mejor para nosotros.

La primavera estaba en su apogeo, pero, en las calles, solo había caras largas. Se presentaban una o dos trifulcas a la semana: la gente del pueblo enfrentaba la Guardia Civil y había que alejarse de las ventanas. La radio anunciaba que la Gran Guerra terminaría antes que la primavera. Helena, dos años mayor que yo, y José, corríamos todos los días por Girona, Bailén y por las Cortes, admirando la arquitectura. Saltábamos la cerca del parque Güell, que era solo para nosotros. Un día nos descubrió la Guardia Civil y nos llevaron en carruaje hasta la casa. El tío Heriberto, quién nunca se opuso a que le llamara así, nos prohibió siquiera asomar la nariz por la ventana por dos semanas. Luego, volvimos a nuestras andadas: jamás nos volvieron a atrapar.

La nublada tarde del 13 de noviembre de 1918, el tío Heriberto me invitó a un bello café que solía haber por La Rambla. Yo pedí un chocolate y una tarta de plátano, y antes de que llegara, mi tío me lanzó a bocajarro una pregunta que me heló de pies a cabeza: –¿Te gustaría volver con tus padres? Se quedó mirándome fijamente a los ojos, para asegurarse de que no le engañara, costumbre que tendría hasta el final de sus días. Yo había perdido el rastro de mi tío Karl y de su hijo Gunther, cuando me dejaron en Barcelona y nunca recibí una respuesta de mis padres a las tres cartas que les envié en vida de mi tía Cora. –No, señor. Le respondí directamente, tras una breve pausa–Aquí está mi familia, y éste es mi país; ya perdí ambas cosas en el pasado, no podría sufrir de nuevo tal pérdida.

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