Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: “¿Dónde va el Estudiante?” Y yo le dije: “¡Qué sé yo! Lejos.” “¿Por tiempo?” dijo él. Y yo le dije: “Ni lo sé.”
MIGUEL DELIBES
“Viejas historias de Castilla la Vieja”
Cuando salí del pueblo, recién cumplidos los catorce, para estudiar, interno, la Formación Profesional en las Escuelas Profesionales de Cristo Rey, Valladolid, distante tan sólo unos treinta kilómetros, era un mundo nuevo y remoto a mis ojos asombrados. La capital castellana me cambió la percepción de la vida y las distancias.
Cuando salí del pueblo por segunda vez me crucé con Miguel, el Perdicero. Él era feliz con su existencia. Para mí aquello no era vivir. Cuando salí del pueblo para buscar trabajo de lo mío en Cataluña, Barcelona representaba un mundo nuevo y divergente. La ciudad, con su mar y sus colinas, me cambió de nuevo la percepción de la vida y las distancias. Entonces sólo atiné a faenar en la construcción, que estaba en auge, como casi siempre. El sector era un microcosmos variopinto de gentes de todos los puntos de la Península, gallegos sobre todo, que los gallegos están en todas partes, por algo son los reyes de la emigración. Aún no habían llegado los años fuertes de las migraciones foráneas. Tuve que aprender, de nuevo, un oficio, y aunque concebí volver y trabajar en mi tierra, la cosa se quedó en eso: un pensamiento, un deseo incumplido. Ya sabes, uno va, se enamora y se casa con una catalana que no habla catalán porque sus padres andaluces, murcianos o manchegos, aún no han perdido la fe en retornar a su lugar de origen y viven en barrios que son el alfoz oscuro de la industrialización y el desarrollo. Luego llegan los hijos, el apartamento para el verano, las obligaciones adquiridas, el dudar si uno es de donde lo han parido o de donde ha nacido a un amor que el tiempo y la costumbre han convertido en un terrible y paciente esperar a ver qué pasa. Como esta situación que ahora vivimos.
Cuando dejé el pueblo me sentí un poco emigrante, no como el Eliseo, mi hermano mayor que emigró a Suiza, lejos de su patria, enfrentado a un idioma desconocido, a usos y costumbres impensables en nuestra tierra y a un modo de vida tan opuesto al nuestro, o como tú misma que lo padeciste en tus carnes, sino más bien como mi prima Cari, que recorrió media España, siendo chica de servicio y coleccionando novios y desparpajo, hasta que recaló en Valladolid, donde montó una tienda de no sé qué y se casó con el último y definitivo, al menos en apariencia, amor de su vida. A mi padre esta costumbre de abandonar el hogar dando tumbos por ahí, no le cuadraba en absoluto. “En el pueblo nunca le faltó a nadie de comer. Y trabajo, más pronto o más tarde, siempre se consigue. Y para qué coño, si no, está la familia” solía decir. Yo me marché, no porque fuera un culo de mal asiento o sintiera la necesidad de ganarme unas habichuelas que nunca me faltaron, si no porque sentía que el pueblo y Valladolid se me quedaban pequeños, porque en el mundo había otros horizontes, distintos de las parameras o el Pisuerga, que la sangre me pedía descubrir.
Lo mío fue una emigración de andar por casa, pero asaz suficiente para comprender tus sueños rotos, la añoranza de los paisajes que no tornarás a ver y esa pena sin nombre asomada a los barandales con luna de tu frente ausente. España y el mundo han cambiado con los años. La situación que ahora vivimos los cambiarán más, sin duda. Y a nosotros. A los sobrevivientes de esta guerra sin balas que también un día moriremos.
Todos morimos sin ver cumplidos nuestros sueños.
Murió mi padre al que yo nunca creí capaz de soñar y resulta que tuvo un amor que la guerra y la distancia que no se atrevió a recorrer, truncaron, un amor que rememoraba en lo más íntimo de su ser en las largas tardes de invierno. Murió mi padre con su amor secreto guardado en la zamarra roja del corazón herido. Murió mi mujer y tu marido. Se nos fueron los hijos y nos encontramos el uno al otro recitando poemas y nostalgias en esta tierra de acogida y desencuentros. Conocerte me cambió la percepción de la vida y las distancias. Tu argentina voz de allende los mares y la mía, tramontana y llana; tu tiempo de sufrimiento en un país sin libertades y el mío, ignorante de su propio cautiverio; nuestras dos soledades al final de la vida, cuando ya los recuerdos compartidos son la única razón para vivir, y un mate y un café para entrar en la noche al calor de la tierra que perdimos más que los que se quedaron. Aquí estábamos los dos, compartiendo la nada, los recuerdos, los sueños, el país, el pueblo. Compartiendo la vida. Y me dejas detrás de la ventana sin poder despedirme, velando tus cenizas, confinado en la memoria de esta pandemia infame. Emigrante definitivo y solitario, recojo todos mis sueños, tus muertos y los míos, los seres que amamos y todo lo que dejamos para una vida futura, para un futuro regreso. Y lo voy guardando en el corazón mientras pasa toda la vida por mis ojos resecos y tus labios silentes.
Cuando salí definitivamente del pueblo, Miguel, el Perdicero, la escopeta al hombro y tres perdices bamboleando a la cintura, se vino a mí cortando por la serrería del Churro y me dijo: “¿Dónde va el Estudiante?” Y yo le dije: “¡Qué sé yo! Lejos” “¿Por tiempo?” dijo él. Y yo le dije: “Ni lo sé.”
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