Me preguntaba de nuevo dónde iría mi cama, o si tendría una cama nueva. Cada despedida se hace odiosa, valorar cada rincón de la casa o departamento que me costó conquistar. Que nos costó habitar. Migrar no por elección, sino porque no queda otra, los alquileres en este barrio ya superan lo racional. Y luego los alquileres del próximo serán impagables. Y así sucesivamente. Dejando el ahorro que podría ser para un viaje, en la transacción de cada nuevo lugar. Y con ese sacrificio alguna lágrima pasajera.
No me quiero mudar más, pensé. Es mi tercera mudanza en menos de dos años. No quiero esas valijas interminables, los fletes conseguidos siempre a último momento, porque no podían, luego sí podían. Quiero respirar y salir a mi balcón y pensar que es mi balcón. Adueñarme de la cuadra. Ir recorriendo las calles de a poco hasta hacerme amiga del paisaje. No quiero pensar que en un año o dos o en menos tendré que buscar otro lugar, en otro barrio o en otra ciudad tal vez. Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Santa Clara del Mar.
Quería esconderme y llorar. Cuando lo vi esconderse debajo de la cama porque el gato de mi compañera de piso lo acechaba; pensé en él, en su sabiduría gatuna, en la soledad que supimos disfrutar en mejores momentos económicos. Pensaba en su reciente adaptación a la casa de mis padres, en su salvaje adaptación con la perra maniática y celosa. ¿Su aprendizaje será el mío? Hacer mi mantra hasta armonizar con la nueva casa, la nueva gente, las nuevas mascotas, los nuevos vecinos, los nuevos ruidos, las nuevas administraciones, comunidades, basuras, carteles en el ascensor. Pensé que mi capacidad de adaptación estaba al límite, que pronto me iba a convertir en mariposa o rana. Quería abrazarlo y llorar desconsoladamente abajo de la cama. Pero no entraba debajo del sommier como él. Ikki, «el que brilla»; Lucía «la que trae la luz». Pensaba en nuestro karma, los designios de nuestros nombres. Las profecías auto cumplidas. Las charlas conmigo misma. Todo para darme cuenta: no quiero mudarme más. No quiero migrar, desplazarme, tocar otras plazas, llorar en otros barrios. Quiero abrazarme a una almohada y saber que va a ser mi almohada mañana también, el tiempo suficiente para que yo me sienta parte. Ubicada. Emplazada, en vez de desplazada. Curiosa palabra que me hace pensar en «las plazas», siempre pienso en las plazas que tiene cerca una casa o nueva locación, como punto de referencia. Como espacio anguloso y verde, con más o menos cemento, que emula a algún espacio salvaje de aquella selva primordial, de nuestro pasado primitivo. ¿Volvemos a ser nómadas? ¿Es ésto una fragmentación o expansión del ser, que va dejando su huella en lugares impensados, inoportunos? ¿O es que Ikki y yo lloramos imágenes gatunas, tal vez proféticas?
Estoy abriendo la caja número treinta, y sólo me recuerda a lo que regalé, a lo que vendí, doné, permuté en la última mudanza. A las cosas que ya no son mis cosas, a mi intento frustrado por ser minimalista, cuando aún llevo tantos libros. Aún no tengo el valor de abrir todas las cajas, casi con la sospecha de que pudiera necesitar armarlas de nuevo en poco tiempo. Y me digo que me llevo lo esencial, aunque no tengo idea de qué es lo esencial. Todavía estoy descifrándolo. Lo que sí, esta última mudanza ha sido más abrupta, me ha trastocado los «aquí» y los «allá», conciente de que lo único seguro que puedo habitar es mi cuerpo. Conciente de que mientras más me desprendo de todo, casas, cosas, personas y rituales, más aprendo del presente, lo único de lo que no puedo desprenderme, ya que se deshace sólo.
Pensé en su sabiduría gatuna, en el tiempo que Ikki se dio para cada nuevo espacio, cada nueva persona o animal. Pensé en mi mundo más abrupto, en el poco tiempo que me doy o me dan los demás para adaptarme a un nuevo lugar, hecho o persona, en el descarnado zapping habitacional. Pensé en que solo quiero tomarme un mate conmigo misma y mi soledad. Otrxs extrañan estar acompañados, yo extraño el temple de mis casas silenciosas, el saberme dueña de cada segundo, de cada silencio… Construir aquel frágil espacio personal; ese aire compartido que pronto comenzará a transmutar. Migrar es desplazarse del eje, adoptar uno nuevo, sin perder parte del propio. Plantar banderas y amores en nuevos rincones. Quería llorar del desconsuelo. Pero sólo salieron lágrimas minimalistas, como mis cajas, insensibles, sospechosas entre tanta repetición de aquel acontecimiento. Aquel acto, era una caricatura del anterior. Por eso los lágrimas estaban desconfiadas, ¿para ésto nos haces salir?, si te mudas cada seis meses, te duran más las bombachas que las casas.
Casas, cosas, sueños, dueños y tiempos. Tus gatunas profecías me dan tranquilidad al alma. Con tus ojos color verde miel, me iluminas la calma. Aquella que no sé si está, se fue o está migrando.
Y yo que pensé que sólo las historias de migración eran las de mis abuelos viniendo de Siria o las de mis bisabuelos viniendo de Italia. O las de algún familiar viniendo ilegal en un barco, haciéndose pasar por argentino, en la época que yo ni siquiera estaba en los planes de nadie. En donde era puro concepto, flotando en la eternidad. Y hoy vuelvo a ser eso, puro concepto, puro aire, etérea. Viajo por los parques, barrios, ciudades que habité. Camino en mis sueños por calles ya habitadas. Y a cada paso me hago más etérea, menos personal. Quiero volver a ser invisible para abrazarme a Ikki debajo de la cama. Busco una casa que no se rompa, que tenga paredes de cuentos y poesías. Busco en la mismísima huella algún destello de mi cuerpo, de mi espacio habitable, dentro mío; en la dimensión del cosmos que al menos me pertenece un poco.
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