Por la ventana podía ver el paisaje desfilar. Estaba oscuro pero se podían adivinar la silueta de los árboles, la sombra de las montañas a lo lejos, los faros de algún coche solitario. Siempre era mejor viajar de noche, eso decían sus padres. Pasar desapercibidos era importante, conducir por carreteras poco conocidas también, aunque eso alargara el viaje. Los ojos le pesaban, oía a los demás respirar con tranquilidad, profundamente dormidos. Ella no podía dormir, le daba miedo no poder recordar el camino de vuelta, el camino que los estaba llevando de vuelta a casa. Su casa… No la recordaba. La habían abandonado cuando aún no tenía uso de razón, no la recordaba. No quería. Ahora estaban volviendo. No quería. Había aprendido a vivir en movimiento, en tierras desconocidas que acabó por recorrer con los ojos cerrados. Había aprendido a vivir sin verse, a pasar entre los hilos de la red que amenazaban con devolverle a su país. Había aprendido a vivir en la soledad del hombre extranjero que intenta reconstruir su hogar, en los ojos llenos de desconfianza de los que le miran. Había hecho de un mundo hostil su nueva casa. Y ahora la abandonaba. No quería pensar en las montañas que no volvería a ver, en los rayos del sol acariciando su mejilla al despertar. Ahí donde iba todo eran campos y el sol nunca amanecía. No quería pensar en las carreras por el bosque, en las risas con su amigo, tan perdido como ella. Ahí donde iba los árboles estaban vigilados y todos eran desconocidos con la misma sangre. No quería pensar, y acabó soltando una lágrima llena de recuerdos. Poco a poco el sueño le ganó a la tristeza, y a medida que pasaban los kilómetros que la acercaban a su destino, sus ojos se fueron cerrando, soñando con el sol iluminando las montañas, con su amigo corriendo en el bosque. Soñando con su verdadero hogar, y esperando que al abrir los ojos, todo seguiría ahí al despertar.
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