Las hojas del árbol empezaban a secarse, poco a poco se fueron pudriendo las raíces. Esas que habían perdido por el camino los refugiados. Raíces que no podían germinar al fin, para poder crecer libres, sin miedos, sin temores, ni pánico. Sin perder el valor, tantas vidas se encontraban ahora en tierra de nadie, les habían despojado de todo, con agresiones. Les arrancaban incluso lo más íntimo, quedaban a expensas del azar, era como si llevasen mordaza.
Apartados, alejados, desprotegidos, se habían quedado sin tierra, sin un día a día que pudiera satisfacerles, algunos huérfanos, otros sin hijos, vivían con su humillación, aislados del mundo, su conexión se había perdido. El hombre era un depredador para el hombre. Multitud de refugiados se hacinaban en campamentos donde las necesidades básicas eran más necesarias que nunca.
Sin embargo, la claridad vendría. Siempre habría una oportunidad. Un amigo su mano te tendería.
“Sonríe no te eches atrás. Antes de que te aniquilen. El mundo es traidor, jamás se acordará de ti, pero no te hundas, saldrás del embarrado”.
Cuántas más voces nos alcemos contra esta injusticia más rápido acabaremos con esta situación que cada día se expande como una mancha de petróleo en el mar, donde ya hay más personas que en los cementerios.
Faltan voces, de todas partes, de todos los continentes, que se hagan eco del problema, que no se diga que no existió humanidad. Las raíces amanecerán.
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