Esta es mi historia de emigración. Es la historia de mis padres marchando del pueblo a Madrid y después a Francia para dejar atrás una España empobrecida de boina y ronzal. Son recuerdos de mi remota niñez emigrante que me han acompañado siempre.
Mi madre y sus hermanas emigraron a finales de los años cincuenta a Madrid desde Berlanga de Duero, un frío pueblo del Sur de la provincia de Soria, para trabajar en el servicio de una casa muy buena en la plaza de Emilio Castelar. Jueves y domingos alternos tenían la tarde libre y salían por los bulevares de la ciudad con amigas del pueblo que servían en otras casas. Conoció a mi padre paseando entre la plaza de Cibeles y la Puerta de Alcalá y en unos meses se hicieron novios. Un tiempo después mi madre buscó trabajo en otra casa a través de conocidos del pueblo, para librar todos los domingos y así poder salir con mi padre. En la nueva casa, cerca de la Plaza de Cataluña, aprendió a hacer croquetas y otros platos que aún nos sigue cocinando. El señor, Ingeniero Aeronáutico en Iberia, ofreció trabajo a mi padre en el aeropuerto de Barajas, pero mi padre ganaba más dinero de albañil y rehusó la oferta.
Mi padre con diecisiete años trabajaba lavando tierra en la boca de una mina de plomo en su pueblo, La Carolina. Mi abuelo había sido minero y murió de silicosis cuando mi padre tenía apenas dos o tres años. Mi padre prefirió hacer la maleta y emigrar antes de entrar a picar en las galerías de la mina donde podía haber ganado más dinero. Así evitó acabar como mi abuelo y tantos otros antes de los cuarenta. En Madrid le acogió una temporada un conocido del pueblo en su casa. Al poco tiempo mi abuela viuda, mi tía y mi tío menor, cogieron el mismo tren. Se instalaron de alquiler en una casa blanca en el Pozo del Tío Raimundo, en Entrevías. Mi tío Juan, el mayor, que ya estaba casado y tenía dos hijos cuando su familia emigró se quedó en La Carolina. Trabajaba en la mina. Al cabo de unos meses marchó también a Madrid a trabajar en la construcción con sus hermanos dejando a su familia en el pueblo. Pero lo que Madrid le ofrecía no compensaba lo que había dejado atrás y pronto tomó el tren de vuelta, al pueblo y a la mina, de donde le sacaron cadáver una tarde con veintisiete años tras romperse una vigueta de madera de un pozo y caer al vacío con otros dos compañeros.
Un tiempo después mi padre se marchó a Francia. Escribía a mi madre a menudo y ahorraba. A los dos años su patrón francés le ayudó a encontrar una casa. Regresó a España. Mi padre y mi madre se casaron y se hicieron una bonita foto en la que mi padre sujeta la puerta de un elegante coche americano de donde sale mi madre sonriendo con un ramito de flores en la mano. Y emigraron juntos a Francia. Allí nacimos mis dos hermanas y yo, en un pueblo pequeño al sur de país, rodeado de maizales y de bosques de pinos donde mi padre trabajaba en la madera. Siempre he tenido recuerdos de los años que pasé allí. De la casa de planta baja donde vivíamos, de la cunita de madera con balancín de mi hermana pequeña, de la cama de mis padres que me parecía alta como un camión, del cuartito en el piso de arriba donde mi madre hacía sillas de enea para sacar unos francos, del cuarto de baño donde me encerraba cuando me enfurruscaba, de la Mobilette de mi padre, pintada en un inexplicable color azul cielo, de los huertecitos que había detrás de la casa donde una vez jugué persiguiendo pájaros, de un vecino español, mayor, exiliado de nuestra guerra al que le faltaba una mano y que llevaba el muñón metido en una especie de vaso de cuero, de los niños de una casa enorme que había un poco más allá con los que jugaba a esconderme en sus inmensos pajares, de los prados llenos de animales, del tronco que servía de cierre de una finca de ganado desde donde un día me caí y me rompí un brazo, de las pegatinas que había en el perchero de mi guardería (maternelle dice mi madre toda la vida en el francés que aprendió en aquellos años) para identificar la percha de cada niño, de mi pegatina que era de un león, de un campo de rugby a donde nos llevó una vez mi padre, con las porterías blancas señalando al cielo como larguísimos dedos, y con un herbazal más alto que yo, de los chillidos de un cerdo descomunal en la matanza rodeado de todos los vecinos del patio, de una tarde lluviosa que estábamos mis hermanas y yo solos en casa y desde la ventana abierta de la planta baja vimos pasar una carrera ciclista por la calle mojada, el ruido del roce de los tubulares sobre el asfalto mojado. Recuerdos de los viajes que hacíamos toda la familia cada verano para pasar unas semanas en España en trenes con asientos de madera. La nítida visión, que quizás imaginé, de un mar azulísimo desde aquel tren. La sensación de recuperar la tranquilidad cuando veía a mi padre volver al vagón cuando se bajaba a comprar tabaco o a coger agua en alguna parada.
El recuerdo del regreso a España, yo tenía cinco años, en mil novecientos sesenta y ocho. Toda la familia sentada sobre una pila enorme de maletas, bolsas, cajas y quien sabe qué más en un descampado enfrente del portal del pisito que ocuparíamos los siguientes siete años en Vallecas, en la avenida de Buenos Aires número cincuenta y cinco. Y el nombre de aquella calle me trae hoy ecos de otra emigración.
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