Nuestra separación puede explicarse como un desacuerdo geográfico, ¿quién sabe? Tú estás en una ciudad flanqueada por los Andes. El atardecer hiere la espalda de los cerros y los hace sangrar. Recuerdo muy bien el cielo de Cali manchado de crepúsculo. Por mi parte, estoy en la Atlántida y no es una exageración. Inglaterra atraviesa el invierno más lluvioso del que se tenga conocimiento en más de doscientos años de registros metereológicos. El frío no tiene piedad. Te confieso que a veces los huesos me duelen. ¡Cuánto quisiera que sostuvieras mi mano durante la tormenta!
La vida es apenas soportable con un océano interponiéndose entre ambos. Es difícil amar así: en ocasiones nos parece que no respiramos el mismo aire y me has dicho que temes que tus besos se enfríen antes de que lleguen a mi boca. Puede que tengas razón: hay 8.645 kilómetros de fibra óptica de distancia entre tus labios y los míos. Y francamente cuesta conformarse con el retrato pixelado que de ti hace la pantalla de mi computador. Te pareces a un cuadro de Renoir.
Pero sospecho… ¡No! Estoy seguro de que podemos lidiar con estos tropiezos; incluso con los desencuentros gastronómicos, que, tratándose de mí, no son un asunto menor. Soy escrupuloso con los alimentos, bien lo sabes. Puedo tolerar que la comida principal de los ingleses sea la cena y no el almuerzo, como es nuestra costumbre. Pero no concibo que no tomen ni siquiera agua para acompañar la digestión de un pollo al curry pasado de pimentón rojo. Un jugo de lulo aquí es impensable. Lo ingleses, no me queda duda, no tienen corazón. En cambio tú vives en un paraíso tropical y los manjares a tu disposición son incontables. ¡Benditas sean las negras que venden chontaduro con sal y miel en las Canchas Panamericanas! En este país los frutos de nuestra tierra son inalcanzables para mi bolsillo de estudiante. Una papaya aquí cuesta alrededor de cuatro libras esterlinas. Por esa razón no te sorprenderá que esté triste y otras veces estreñido.
Se me pasan las horas contemplando el mar cuando camino a lo largo de la playa. Pienso que estás escondida detrás de todas las olas. Y me parece escuchar tu voz, pero es tan sólo el canto de las gaviotas sobre el muelle de madera. La bruma cobija los navíos y ciega a los marineros. El sol no brilla sobre estas costas. En un lugar así, tan enojoso, cualquier plazo parece infinito. El único alivio lo encuentro en creer que tienes un tibio lugar para mí en tu cama. Ya no busco consuelo en plegarias a Nuestro Señor. Sospecho que no comprende el Castellano. He conocido la devoción de los árabes y considero que sostienen una relación más cercana con la divinidad. Su lengua es hermosa, florida y su gramática es inexplicable. Un simple saludo en árabe puede entenderse como un acto poético o al menos teológico: assalam alaikom. Es decir, la paz sea contigo.
Mohammed y yo fumábamos shisha -una especie de tabaco perfumado- en la trastienda de un café una tarde cualquiera. Hablábamos sobre nuestras tierras y costumbres. Mohammed pertenece a una numerosa familia de comerciantes en Arabia Saudita. Le enseñé una fotografía tuya, la última que tomé con mi celular justo antes de partir a Inglaterra. Mohammed, al verte, apartó la boquilla de la narguila de sus labios, exhaló calmadamente un humo con sabor a uvas y pronunció unas palabras que no logré entender: Allah ytawwel omraha. Y luego me explicó su significado: Que Alá la conserve con vida y salud.
Casi provoca vergüenza hablar en un idioma impío como el nuestro. Pero quizá sea una ventaja: la divinidad no entiende nuestros balbuceos y quizá por ello no estamos sometidos a sus caprichos. O eso quisiera pensar. En cada ocasión que Mohammed proyecta un evento futuro, bien sea un encuentro o un largo viaje, pronuncia una breve sentencia que no termina de complacerme: In sha Allah, lo cual quiere decir: si así lo dispone Alá. ¿Qué ocurriría si nuestro destino, nuestro reencuentro dependiera de una voluntad más grande? ¿Qué ocurriría si Alá se interpone entre nosotros?
Por eso te escribo a ti, alegría de mi existencia, en Castellano; no sólo porque es la lengua que mejor conozco, sino porque quiero eludir los oídos de Alá. Cruzaré de vuelta el Altántico y me llegaré a tus brazos. Lo juro.
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