Carmelo.
Ese día Carmelo se levantó a las cuatro de la mañana y desayunó melón con jamón crudo. El día anterior ya había alimentado a las cabras, había ayudado a su madre a cosechar sandías y había armado una diminuta valija que le regalaron en la parroquia del pueblo para guardar las escasísimas pertenencias que poseía a su corta edad. Esa mañana Carmelo desayunaba su manjar tranquilamente como si luego debiera cosechar las alcachofas. Pero la larga jornada que le esperaba iba a ser el día más distinto que tendría en toda su vida: era su último desayuno en su casa natal a donde jamás regresaría.
En el mismo momento que le daba el último tarascón al jamón salado, el buque Giulio Cesare que lo llevaría a América ya estaba atracado en el puerto de Génova a casi mil cien kilómetros de su pueblito italiano que abandonaría en pocos minutos. Carmelo cerró su valijita y emprendió la estelar travesía de atravesar el casi ochenta por ciento del territorio italiano desde su diminuto pueblo montañés de Orti hasta el Puerto de Génova. Se despidió de su mamá Catalina y de sus cinco hermanos en un parloteado abrazo y a los gritos cariñosos al típico estilo italiano. Partió caminando con su valijita hacia los diez kilómetros que lo separaban de Reggio Calabria mientras daba una última mirada a su casita pequeña, a la callecita estrecha donde dejó su infancia y al pequeño huertito que lo había salvado del hambre en las agotadoras guerras europeas.
Con diecisiete años el mundo de Carmelo comenzaba a adquirir una extensión irreconocible e infinita con las más de quince horas que tardó el tren de Reggio Calabria a Génova. Viajó todo un día sobre sus pies, sobre los rieles del tren y con las manos llenas de preguntas; todavía tenía los brazos de su madre pegados en el cuerpo y los besos de sus hermanos tatuados en las mejillas.
Al amanecer Carmelo dio el último paso en suelo italiano y finalmente subió al gran buque Giulio Cesare que le pareció tan imponente como el mismísimo emperador. En ese momento Carmelo fue agredido por mil incertidumbres. La única certeza en la que se apoyaba era su papá José esperándolo en América. José fue el primero de la familia que se atrevió a dar batalla al sedentarismo y se encargó de enviarle a su hijo Carmelo el correspondiente “Biglietto d’ imbarco in terza classe” en la Transatlántica Italiana Societa di navigazione. Así comenzó Carmelo su nueva vida flotante que lo llevaría a una tierra desconocida y caprichosamente convertida en deseo y en destino para superar los tedios y las miserias de la guerra.
En los veintitrés días que duró el viaje Carmelo escuchó cantidad de idiomas y dialectos. Una noche un señor ruso le quiso hablar encaprichado en darse e entender motivado por unas ansias insaciables de hacer amistad en el buque; Carmelo le dio el gusto riéndose de todos sus chistes sin jamás haber entendido una sola palabra.
Las noches en la cubierta del Guilio Cesare tenían más gente que estrellas. Mujeres, niños, hombres ensimismados, religiones, valijas, libros, boinas españolas, polleras italianas, botones, cordones, escaleras, barandas y el cielo más enorme que Carmelo vio en si vida. El olor a mar era tan fuerte que no lo olvidaría ni con el aroma a carne asada argentina que iba a degustar tantos domingos de su futura vida.
Algunas noches Carmelo se olvidaba del mar eterno cuando sonaban las mandolinas; todo se confundía en una mezcolanza danzarina de tarantelas, sevillanas y otras muchas que no podía identificar. Carmelo pasaba los días y las noches mareado por el movimiento antipático del buque. Esa noche, entre música y baile vomitó todo el desarraigo, todos los temores y toda la incertidumbre; a partir de allí se entregó al devenir, bailó esas danzas llenas de futuro y finalmente decidió jugarle la partida a su aventura migratoria.
El 31 de marzo de 1928, el buque Giulio Cesare finalmente arribó al puerto de Buenos Aires. La niebla caprichosa no le impidió a Carmelo ver borrosamente la dársena donde, al menos para él, América comenzaba… Lo poco que Carmelo sabía de América se lo habían contado en la escuela a la que asistió hasta quinto grado: un tal Colón había avizorado ese continente que en pocos minutos iba a convertirse en su hogar.
Al fin el piso ya no se movía. Carmelo estaba en tierra argentina. Pasó tres noches en el Hotel de Inmigrantes que el gobierno argentino había construido especialmente para recibir a los osados europeos. Era un mundo desconocido; lo único que Carmelo encontró familiar fueron las hormigas negras que vio caminar mientras esperaba el pinchazo del control sanitario que debía sortear antes de ser considerado “persona sana” por la política argentina. Ya estaba cansado de dormir con más de doscientas personas, así es que cuando tomó el tren para encontrarse con su padre en el oeste argentino y pasó su primer noche en el conventillo Carmelo se sintió un rey recién llegado a un nuevo reino.
Pasaron años cuando su mamá Catalina y sus hermanos hicieron la misma travesía que Carmelo para llegar a tierra argentina. Carmelo trabajó de todo lo que encontró y finalmente se dedicó a monitorear la construcción de caminos mientras se daba el gusto de tocar la guitarra en cada ruta.
Una noche de tertulias italianas, Carmelo se tropezó con unos rulos oscuros, unos ojos curiosos y una sonrisa tan amplia como aquel cielo del buque. Era Victoria, tan italiana como los millones que llegaron. Vivieron un amor honesto y pacífico. Sus hijos siempre los vieron reírse juntos. Tuvieron una casa hermosa y un jardín con pájaros. Disfrutaron el tango argentino y la ópera italiana, vivieron fielmente cada uno de sus días. Se amaron prolijamente. El buque Giulio Cesare había cumplido su propósito. Comieron juntos jamón con melón hasta que a ambos se le cayeron los dientes.
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