Marchó a la guerra

Marchó a la guerra

Felipe F. Cózar

15/04/2020

“El 4 de Diciembre de 1937 marché para la guerra. Alejandro.”

Cuando terminó de grabar estas palabras con su cuidada caligrafía sobre el tablón de la puerta del hórreo, Alejandro sopló la gubia, la limpió con cuidado y descendió la escalera. Luego se dio la vuelta y permaneció observando silencioso durante largo rato su obra, con las manos en la cadera. La umbría iba desdibujando los detalles hasta que la inscripción se volvió indistinguible en la oscuridad. Entonces entró en casa.

El olor a fabes cocidas, el calor de la lumbre, el ruido de los cacharros al ser removidos por su madre enredando en la cocina, el sabor amargo del tabaco recién fumado en su boca: Todo era tan cotidiano, tan precioso… Se recordó a si mismo que debía guardar todo esto como un tesoro, rememorarlo a cada instante hasta su vuelta.

-Mira fío, les fabes con choricino, como los Domingos.- Dijo su madre con una sonrisa mientras le arrimaba un plato a su rincón de la mesa. Su padre y su hermano ya estaban sentados, cabizbajos. La bancada protestaba con un leve crujido cada vez que su padre se acomodaba en ella. Desde guaje relacionaba ese sonido con la hora de la cena: Otro recuerdo para atesorar.

Alejandro tenía dieciocho años recién cumplidos. Era el menor de tres hermanos: Juan, el mayor, que estaba sentado en ese momento a su izquierda y Cova, su hermana, a quién la guerra había pillado en Madrid mientras terminaba sus estudios de enfermería. Juan miraba al suelo, la quijada prieta, los puños pálidos, los ojos llorosos. Alejandro sabía la vergüenza e impotencia que debía sentir en esos momentos. Siendo el mayor, no podía marchar a la guerra: Una herida infectada había obligado, cuando aún era un crío, a amputarle la pierna derecha un poco por debajo de la rodilla. –Esti non sirve pa andar pegando tiros por ahí.- Dijeron los del reclutamiento.

Cova ejercía como enfermera en un hospital de sangre cerca de la Ciudad Universitaria. Mandaba carta de vez en cuando. –Ni desfiles, ni fotos, ni discursos; nada mejor que un hospital para ver lo que es, de verdad, la guerra.- Solía escribir.

Martín, el padre, subió hasta la mesa la botella de vino que siempre guardaba a su vera, pegada a la pata del banco, era la señal para comenzar a cenar. En esta ocasión el vidrio golpeó la madera con más fuerza que de costumbre. Los tres hombres hundían sus cucharas en los platos en silencio mientras la mujer observaba con el cazo en una mano y la olla en la otra, dispuesta a rellenarlos.

-Siéntese, madre, y coma algo.-

-Ya cené, fío… Pero me beberé un vasín de vino.-

Martín llenó los recipientes: Dos abolladas tazas de latón con el esmalte blanco descascarillado y un par de vasos de vidrio antiguos y desparejados. Una vez llenos, los cuatro los alzaron a la vez, sin ceremonias, silenciosos, y los llevaron directamente hasta los labios. Luego siguieron comiendo, cada uno con la vista fija en su plato. La lumbre, las fabes y el vino templaban los cuerpos. La tenue luz de las llamas en el hogar iluminaba la escena con un resplandor familiar y sagrado. Afuera comenzaba a nevar.

II

Desde su cama Alejandro oía, lejanos, los sonidos de la guerra. No estaban a más de veinte kilómetros del frente de Oviedo y en la quietud de la noche los sonidos viajaban lejos. Se metían por debajo de la puerta, por las rendijas entre los postigos de su ventana, invadían la intimidad de su cuarto para recordarle lo cercano que se encontraba ese otro mundo de horror y muerte. Noche tras noche oía el lejano estruendo del cañón, el sonido de carraca de las ametralladoras y todo ello, mezclado con el zumbar del viento entre las hojas del avellano y el repentino ladrido del perro, conformaba su arrullo cotidiano desde hacía meses.

Pero esta noche no podía dormir. Mañana, pensaba, estaría bajo esas bombas, las balas zumbarían mucho más cercanas. Mañana toda esa quincalla de muerte no sonaría como algo lejano con lo que entretener la vigilia, mañana todos aquellos artefactos intentarían acabar con su vida; su pequeña vida de dieciocho años, que apenas comenzaba a ser vivida.

Le darían un viejo mosquetón, un puñado de balas y una bolsa de lona llena de petardos y le dirían: -Ahí enfrente está el enemigo, anda, tírales.-

La puerta chirrió en la oscuridad. El sonido de pies descalzos se acercó y sintió un cuerpo meterse entre las sábanas, a su espalda. La mano de su madre le acarició el pelo. No sabía qué decirle, así que se hizo el dormido.

-Duerme, fío de mi vida. Duerme bien, caliente en tu cama y mañana marcha contento, no pienses en tu pobre madre, confía en Dios que te traerá sano y salvo de nuevo. Tienes que volver, fío, tienes que volver…-

Entonces sintió la cara de su madre estrecharse contra su espalda y cómo se humedecía en ese punto la tela de su pijama. Y él también contuvo un sollozo mientras una lágrima resbalaba por su mejilla mojando la almohada.

III

Alejandro se levantó con el canto del gallo, no logró dormir en toda la noche y pudo sentir cómo su madre se escabulló de su cama un rato antes, salió afuera cuando el primer rayo de sol asomaba entre las ramas del castaño, lió y encendió un cigarro mientras caminaba por la nieve inmaculada y ordeñó por última vez la vaca, desayunó un tazón de leche y fabes frías de la noche, luego se vistió, metió un par de mudas en un petate, saludó a su padre y a su hermano, dio un beso en la frente a su madre y partió sin mirar atrás. La nieve crujía y el sol naciente le daba en la cara cuando bajó la cuesta hacia la carretera. Sus padres, que salieron a despedirle a la puerta de la casa, lo miraban alejarse en silencio. Nunca más volvieron a verlo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS