Cuarentena.

El otoño de 1860 era particularmente frío, como si quisiera anunciar un invierno aún más frío. En el puerto de Génova, familias enteras por un lado y hombres solos por otro, se amontonaban para subir al barco, como si el hecho de trepar antes significara acortar el viaje a América, su destino soñado.

Abajo, en la sala de máquinas, estaba Marco, un marinero cuyo intenso trabajo no le permitía ni siquiera parpadear. Sus ojos azules y profundos no enfocaban otra cosa que aquellas grandes máquinas. Se secaba el sudor casi por instinto, sin sentir ya el calor agobiante de la sala, que no se acercaba al agobio que le provocaba el dolor de recordar a su esposa, a quien la peste se había llevado a sus jóvenes 20 años.

Por momentos la cara de Sofía se le desdibujaba, y él, en su desesperación, recurría al único objeto que preservaba de ella: un pequeño retrato guardado en la contratapa de su reloj. El resto del tiempo, la monótona cotidianeidad: solo percibía el hambre, la sed, el sueño, día tras día. Su motivación equivalía a la necesidad de ganarse el sustento diario, no para ser sino para permanecer.

El barco zarpó hacia la pequeña y prometedora Montevideo. Antes de llegar, los tripulantes debían cumplir la rigurosa cuarentena en la Isla de Flores. Allí, había un hospital para inmigrantes que se había creado a tales efectos. El edificio era lo suficientemente grande como para albergar a decenas de personas, y contaba con la atención de un médico y varias enfermeras que trabajaban durante toda la semana y volvían a sus casas tres fines de semana por mes, cumpliendo los turnos correspondientes.

Blanca, una de las enfermeras más vocacionales, había encontrado en su trabajo su misión de vida, a pesar de la resistencia de sus padres, quienes no pretendían para su hija más que un buen marido, un buen partido, con quien formar una numerosa familia. Pero Blanca no cedió y así fue demostrando desde muy joven que la sumisión nunca sería una de sus características.

Luego de la instrucción correspondiente, debió ir a trabajar, a modo de práctica, al hospital de inmigrantes de la Isla de Flores, frente a las costas uruguayas. Si en la enfermería encontró su vocación, en la isla encontró su lugar en el mundo y era tan buena en lo que hacía, que quedó como enfermera permanente. En sus ratos libres, sin el uniforme y sin la cofia que ocultaba su larga y negra cabellera, se quedaba extasiada mirando el mar. Sus ojos negros que hacían juego con su pelo y contrastaban con su tez pálida, se perdían en el horizonte o brillaban con cada barco que llegaba trayendo vidas llenas de esperanza.

Una noche de luna llena, tan clara que hacía casi innecesaria la luz del faro, a Blanca le tocó atender a los inmigrantes enfermos recién llegados de Italia, algunos casi moribundos, otros que prometían salvarse. Al retirarse a las habitaciones contiguas al hospital, pisó un objeto que brillaba en la oscuridad. Se lo llevó a la habitación y prendió el farol para observarlo mejor. Era un reloj de bolsillo, que tenía dentro el retrato de una hermosa joven. Debajo, aparecían grabadas las iniciales M.V y S.V. El farol se apagó de repente y un frío le recorrió el cuerpo. Con un poco de miedo, se tendió en la cama, con la determinación de buscar al dueño del reloj el día siguiente.

A las seis de la mañana Blanca comenzaba su turno. Se aseó y vistió su uniforme. Cepilló su larga cabellera azabache, que escondió cuidadosamente bajo la cofia. Se dirigió al hospital, esta vez deseosa de que llegase la hora de su descanso, para buscar al dueño del reloj. Cuando pudo por fin descansar, recorrió el lugar reloj en mano, preguntando aquí y allá sin suerte, hasta que un joven de ojos azules tímidamente dijo que era suyo. Blanca lo sintió dubitativo y no le creyó; el muchacho no insistió y el reloj continuó en su poder desvelándola. Por las noches, al acabar su turno, tejía en su mente todas las historias posibles entorno a la mujer de la imagen y al dueño del reloj.

Al finalizar la cuarentena, el barco volvía a zarpar, esta vez, con tiempo inestable. El reloj quedó en manos de Blanca, que seguía esperando encontrar a su dueño. El capitán repasó los nombres de la tripulación.

_”Marco Visconti. (…) Marco Visconti.”

_”El marinero no subió al barco, señor”

El barco zarpó de vuelta a Europa sin Marco. El capitán informó que el marinero había enfermado y muerto en el trayecto, porque era más fácil que aceptar la deserción. Además, estaba casi seguro que nadie reclamaría su cuerpo. La isla ya se veía pequeña y el capitán no pensó más en el asunto. Pero en tierra firme, era el barco el que se veía pequeño, y Blanca se seguía preguntando por el dueño del reloj. En unos días viajaría a Montevideo con los inmigrantes ya recuperados y el misterio no se resolvía.

Al subir al lanchón, notó que uno de sus pacientes la miraba fijamente. Su cara, como la de todos, le resultaba conocida, pero había algo en su rostro que le llamaba la más la atención. Si, era el muchacho que se había presentado como el dueño del reloj. El mismo a quien ella no le había creído. El mismo que no había querido contradecirla. Blanca tomó el reloj y lo dejó a una altura de tal modo visible, que el muchacho posó su mirada sobre él hasta que pisaron tierra. Al bajar, el muchacho corrió tras ella y le dijo con ojos sinceros: _ “el reloj es mío”, mientras tomaba la mano de Blanca. _“Durante cuarenta días no he parado de observarla, señorita. Ábralo”, agregó. Blanca obedeció y su corazón dio un vuelco cuando vio que la imagen femenina de la contratapa del reloj había dejado de ser la de la misteriosa muchacha para transformarse en su propia imagen.

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