La luna estalla de pronto y una confusión de cuerpos muertos y vivos sacude las aguas del Suchiate. El hondureño lucha por llegar a la ribera, lejos de las balas y las manos que se hunden.
Alguien, en el autobús que lo trajo a Guatemala, había dicho que el río era la parte sencilla.
El hondureño se esconde tras el breve muro de una fonda. Cesan los disparos. Cesan los gritos. Se da cuenta porque escucha su respiración agitada, un principio de llanto. Recuerda a su mujer, como un refugio.
Una sombra se arrodilla junto a él.
—´Ta todo bien, hermano. No era contra nosotros. Ya encontraron al que buscaban. Mañana pasamos.
El extraño se une a otras sombras que encharcan la entrada de un burdel. El hondureño abre su mochila y trata de rescatar una imagen, unos signos en un papel que se destroza al tacto y dos fajos de billetes que se enrolla dentro de la trusa. Tiende la ropa sobre el muro y se acuesta en la tierra desnuda. A lo lejos se duermen carcajadas, música, vejaciones, ladridos.
Por la mañana es un hombre nuevo. Un loco en ropa interior del que la gente huye. Una señora indignada le acerca una toalla y el loco se esconde en una tienda de regalos. Saca unos billetes y compra una camiseta con la bandera de Guatemala y unos shorts café que le ligan los muslos. Pide el baño. Orina, llora y se quema las uñas y los dedos al quitar la imagen de su camiseta.
El hondureño sale de la tienda y camina hacia la parte fácil de la ruta. Esta vez los remos acarician el agua mansa. Cientos de personas forman grupos al entrar en México. Los guías intercambian consejos forzosos por billetes.
El hondureño paga. Su guía se demora en reconvenciones, habla de serpientes y hierbas, habla de hambre y de sed, no lo deja recordar a los que propiciaron su viaje.
Después de cuarenta kilómetros en la humedad de la selva, entiende el hambre, la sed y el cansancio, mientras otros conocen la ponzoña y la muerte. Llegan a una pobre aldea. Un hombre armado se une al guía. Tras la fachada de una iglesia ruinosa se oculta la patrulla de unos federales.
Más hombres armados.
Ponen a los migrantes en hilera. Los cuestionan, los esculcan, los callan. A las mujeres les abren las blusas y las piernas, las miden, las reparten. El hondureño tiembla. Le bajan los shorts, la trusa. Se cobran. Lo golpean. Ahora entiende, además, el dolor y el miedo. Con la cara en la tierra, piensa en su esposa como se piensa en las bondades de la infancia y el desconocimiento.
—Pudo ser peor, hermano —el hondureño reconoce la voz—. Ahora nos tiran en un albergue. Esperamos el tren y ya casi estamos.
El de la voz es un hombre sidoso. Le faltan dientes y, cuando se levanta la camiseta para secarse el cuello, muestra las manchas amarillas, moradas y purulentas del torso.
—Veme a mí, yo ya estoy muerto.
Lo apodan el Caribe. Va de un grupo a otro compartiendo anécdotas a cambio de comida, monedas y los recuerdos que se vuelven lastre.
Ofrece una mano al hondureño. Este quiere agradecer y las palabras no salen. El Caribe no pierde su sonrisa hueca mientras caminan.
En el albergue se mezclan las cosas que están a punto de romperse con las ya rotas. Es un palacio de cristal donde se pausa el horror. Una monja los conduce a una mesa silenciosa y les ofrece comida en trastos de plástico grueso. El hondureño no come, no habla ni recuerda.
Las monjas, ante un cuadro del Cristo migrante, comienzan un rezo que pocos siguen. Luego cantan. Cantan como las ancianas de cualquier parte, y algunos lloran.
Junto a ti buscaré otro mar… o selva o desierto o llano, buscaré el sitio en que tus hombres son felices, el sitio en que debí nacer, la piel que no tuve y algo que parezca vida.
El Caribe escuchó que el tren llegaba en dos horas. Pasan el tiempo en el patio, encontrando y evadiendo las miradas de los otros. Algunos juegan cartas, otros duermen o atienden sus heridas. Hay algunos niños, pero no se los ve. Llevan días jugando al escondite.
Se escuchan gritos en la calle. Silba el tren. El patio queda solo. Las manos de las monjas se agitan para nadie.
Largas hileras de hombres sudorosos se forman junto a las vías.
—Tiene’ que poner los brazos fuertes y una pata en la máquina. No se le olvide apoyar la pata.
El suelo tiembla, el tren es un rugido y las espaldas se encorvan. El hondureño mira con atención cómo los hombres se aferran a la máquina, ayudan a las mujeres, se pasan a los niños. Quiere aprender la decisión y la fuerza. Después, los primeros gritos: la Bestia come.
Grupos de moscas pasan frente a él, animan a saltar al indeciso, se sienten vencedores, de momento lo son. Hondureño, ¡brinca! El tren se aleja. Hondureño, ¡brinca!
El penúltimo vagón enciende el cuerpo. Ya viste ancianos y mujeres, ya viste niños, se dice: ¡brinca!
Los brazos se aferran a la escalera, pero el pie resbala y el torso se estrella contra la pared del vagón. Las piernas se arrastran, se vuelven un fuego y el último bocado.
Es tanto el dolor que no lo siente. Mueve los brazos, repta, nada. Su mente es humo claro. Siente frío, tiembla, nada… Sus manos descansan al llegar a la otra orilla.
El caribe suaviza el gesto del hondureño antes de esculcarlo.
—La pata, chico, la pata.
[JA1]Mejor “la”.
[JA2]Recomiendo poner aquí la coma del hipérbaton.
[JA3]Aquí sugiero poner punto y seguido en lugar de la conjunción. Mejora el ritmo y se evita una de las cuatro “y” cercanas.
[JA4]Faltaba el punto.
[JA5]Coma. No hay cambio de oración.
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