Cuando no tengas nada, inventa ceremonias

Cuando no tengas nada, inventa ceremonias

María Crespo

15/04/2020

A lo lejos he visto una columna de humo; tal vez alguien que quema lo que no sirve, lo que no quiere.

Llevamos cuatro días de viaje, siempre hacia el norte. Hemos dejado atrás las llanuras, los campos de trigo abandonados, el valle con la ermita de piedra, tan callada. Mañana, o el día siguiente, se empezarán a adivinar las montañas. Luis dice que veremos cataratas tan altas como la catedral de Teruel, pero no sé si creerle porque no sabe calcular las distancias.

Cogí el juego de porcelana de mi abuela, mi vestido de novia, las fotos de familia. Las de los bautizos de las niñas y la de nuestra boda, que siempre me hace reír porque a Luis le apretaba la corbata y salió con el ceño fruncido. Pone la misma cara cuando hace cuentas por las noches y yo le acaricio la espalda y compartimos un vaso de vino hasta que le cuadran los números. Cogí mantas, mudas para los cuatro, salchichones, conservas, una imagen de la virgen y el gramófono de mi padre. Las niñas también quisieron poner a salvo sus muñecas y desde entonces van abrazadas a ellas. Luis me avisó: son demasiadas cosas. Le contesté que no era fácil empaquetar una vida.

Hace dos días dejamos un maleta en el camino, el coche pesaba demasiado. Ayer vimos a una madre con tres niñitos como polluelos, cobijados debajo de sus brazos desnudos. Tiritaban. Nos acercamos a darles ropa y una manta. Le acaricié el pelo al más pequeño, estaba muy delgado y la frente le ardía, parecía que estaba a punto de romperse.

Casi no queda gasolina. Unos 20 kilómetros, dice Luis. Cada vez vemos más coches aparcados a los lados de la carretera. La mayoría tienen los cristales rotos y los maleteros abiertos y me recuerdan a los cerdos destripados del día de matanza. Hay bultos abandonados, baúles, cajas de latón con papeles y fotos, objetos que no hace tanto tuvieron una historia. Las niñas nos avisan cuando ven a lo lejos un perro muerto y preguntan si podemos parar a enterrarlo. Les digo que no, tenemos que seguir. ¿Y esa gente, mamá? Sólo están descansando, digo, sin mirarlas a los ojos. Cada vez hay más muertos y más niños que caminan con abrigos largos, completamente solos.

¿Queda mucho?, pregunta de nuevo la pequeña y Luis se aclara la garganta para poner su voz de cuentacuentos. ¿Sabéis que todos los niños tienen un perro guardián? El mío se llamaba Trufa y era un mastín blanco que cojeaba un poco. Era muy listo y en mis cumpleaños venía ladrando a la puerta de casa y me llevaba a cazar conejos, aunque una vez encontramos un hada que se había hecho daño en una de las alas y yo la guardé en una caja de galletas de la abuela y cada noche la sacaba y le curaba las heridas. Cuando lleguemos, lo primero que haremos será buscar un perro guardián para las dos, ¿qué os parece?

El coche va muy despacio. Debemos de estar cerca de otro pueblo porque vemos a una señora de blanco que ofrece, en una mesita, vasos de leche a este ejército de caminantes. Será del Socorro Rojo. Los adultos avisan a gritos a los niños para que vayan a beber. Después, entre las carreras a cámara lenta, se vuelve a escuchar un zumbido atronador. Es de noche y de día al mismo tiempo, me pitan los oídos, el ruido parece devorarnos.

Salimos rápidamente del coche y nos abrazamos los cuatro detrás, en cuclillas, hasta que la guerra atraviesa las nubes. Me acuerdo de cuando jugaba al escondite en la plaza y mi madre me regañaba si llegaba con el vestido sucio. Ya ve, madre, ahora todos estamos sucios.

Después de la explosión, rebotan trozos de metralla y los lamentos rompen el silencio. Un hombre se sujeta la pierna ensangrentada, muy cerca otro esconde la cara para que no le vean llorar. Luis dice que no quieren alcanzarnos, que lo que buscan es partir en dos los puentes y las carreteras, pero no sé si creérmelo porque él no sabe calcular las distancias.

El coche ya no arranca. Tenemos que seguir y no podemos llevar todo. Las niñas agarran sus muñecas y yo les pido que las envuelvan en mantas. Claro, las muñecas también pasan frío, dicen ellas, y obedecen. Luis y yo guardamos lo más importante en una sola maleta. Saco la foto de la boda del marco, la doblo en cuatro y la guardo en el bolsillo de su chaqueta. Luis me dice que me de prisa. Hay que llegar a ese pueblo y buscar un lugar para dormir. Un perro se bebe la leche que ha caído al suelo, un grupo de niños discute.

Le digo a Luis que espere un momento. Abro el maletero del coche que se va a quedar huérfano, saco el gramófono y lo pongo encima del capó. Suena un pasodoble y nos miramos.

-¿Un último baile? -me tiende la mano-

-Nunca es el último.

Le abrazo y movemos los pies.

Una bandada de estorninos rasga el cielo mientras suena la música. Me pregunto si bailan o sólo están huyendo.

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