Es inútil aprovechar los segundos, cuando las próximas horas lo echen todo a perder.
Una fecha la frontera, un recuerdo el hogar, serán 360°(grados), lo prometo; prometo regresar.
¿Miedo? Por supuesto, siempre asusta empezar.
Pero ya tuve miedo antes, y esa vaina no me va a parar.
–
Estas fueron las palabras, cargadas de nostalgia,
que escribí desde la sala, en aquella despedida,
organizada por mi madre y toda mi familia,
el 11 de junio de 2017.
–
Eran las 10:00pm, Caracas, Venezuela,
todos los presentes, encendían unas velas.
Mientras se agarraban de las manos, unidos en oración,
pidiéndole al señor que bendijera mi decisión.
–
Yo, la joven promesa de mi familia,
recién graduada de la universidad,
con 22 años, y la ilusión de trabajar;
había tomado la decisión de emigrar.
–
Estaba cansada de vivir en un país gobernado por psicópatas, jugando a matar,
coleccionando muertos, como barajitas para intercambiar.
En cada protesta, la propuesta: te cambio un muerto por comida,
militares y otros funcionarios, dispuestos a colaborar.
Mientras más jóvenes entregan sus vidas,
ellos ganan una más,
es muy triste que donde encontraste tu vida, ya no tengas nada que buscar,
y te toque mirar el pasado, como a una ola aterrizar.
–
Era inútil pensar en oportunidades,
a diario morían las esperanzas de forjar sueños confiables.
Muchos como yo, solo estábamos desatando la agonía,
mientras para otros, sigue siendo un lujo comer tres veces al día.
–
Ni hablar de la delincuencia,
salir a la calle nos deja poco cuerdos, hundidos en demencia.
En cada cuadra te preguntas ¿cuánto vale tu vida?,
seguro para el ladrón, es igual al móvil que escondías,
o a unos cuántos bolívares que le sirvan para la comida.
–
Las causas son tan obvias, que parece tonto explicar,
pero quiero confirmar lo que dicen las noticias,
y lo que nadie quiere contar,
en Venezuela hay una dictadura, que nos obliga a emigrar.
Y desde entonces comencé a pensar, ¿a dónde puedo irme?,
¿con cuánto dinero, debería llegar?,
pensé en muchos caminos, hasta que conseguí el ideal.
–
Ecuador era mi destino,
en aquel momento lo creí temporal.
Pensé que sería fácil, llegar y comenzar a trabajar.
Pensaba en todos mis sueños, mis ganas de arrancar,
mientras mi mamá me hacía dos arepas y yo terminaba de empacar.
–
El viaje fue muy largo, un autobús y cuatro días más.
Paradas en frontera, y un par de mentiras para sellar.
¿Qué viene usted a hacer aquí?,
Yo, nada; solo me quiero divertir,
serán un par de días, no me quedaré a vivir.
–
Con el corazón acelerado,
en un brazo las maletas y mi pasaporte sellado.
Había llegado a mi destino,
¡Guayaquil, empezamos al camino!
–
No había nadie esperando,
y bajo un sol inclemente,
una amiga y yo, dimos paso al frente.
–
Ella y yo éramos compañeras de trabajo,
decidimos salir juntas, por lo bien que nos llevábamos.
Una prima de ella nos esperaba en nuestro nuevo hogar,
que tenía un par de paredes sin frisar,
un colchón en el piso, con hormigas incluidas,
teníamos un baño sin puerta, y una ventana para espías.
–
Días más tarde, comenzaría la odisea,
salíamos a buscar trabajo,
y al preguntar de qué, respondíamos “de lo que sea”.
–
Luego de un par de semanas, encontré mi primer empleo,
un restaurante muy bonito, aunque de pago incompleto.
Estuve un tiempo limpiando pisos,
sirviendo platos, y haciendo amigos.
Soportando al imbécil de mi jefe,
pero con mi primer cheque,
me cambié a una casa más decente.
–
En esta época me pasaron varias cosas importantes,
me cansé del maltrato y renuncié,
confiando en que esa amiga que ayudé,
haría por mí lo mismo;
luego ella se valió de un par de tonterías,
para dejarme sola, casi en el abismo.
Pero conocí dos personas que marcaron mi vida,
a quienes les debía el alquiler,
y, aun así, me llegaron a proveer,
comida, techo y algo más,
sin conocerme, me brindaron su amistad y apoyo incondicional.
–
Yo me preguntaba ¿cómo les podré pagar, todo lo que por mí hacen?
Y supe que era Dios que no dejaba de premiarme.
Meses de convivencia, nos hicieron inseparables,
mientras yo trabajaba, en otro restaurante.
Obtuve una visa temporal, y desde entonces me dediqué a buscar,
una mejor oportunidad.
–
Pasó un tiempo hasta que la pude alcanzar,
pero ¿qué creen? mientras tanto, me volví a desemplear.
Aunque, gracias a dios no me faltó un centavo.
Me tocó hacer muchos trabajos,
eso sí, solo los honrados.
Repartí volantes,
vendí planes de celulares,
y golosinas con los ambulantes.
–
Aprendí a ser fuerte,
a dar las gracias y ser consecuente.
Conseguí trabajo en una oficina,
meses después viajé a la ciudad de Bogotá,
¡no la conocía!
Al volver a Ecuador tuve mejor suerte,
me mudé a Quito, abrí mi mente.
–
Más que el dinero, me quedó la experiencia,
de lo fuerte que es, entrar en resiliencia.
No voy a negar que me sentía agobiada,
que no veía razones,
que no veía nada.
Pero fue lo que me hizo crecer,
maduré tanto,
no me dejé vencer.
–
Aquí he tenido mi mejor vida,
conocí muchas personas, que me alejaron de la vía,
en la que me aferraba al pasado,
me dieron un hogar, aquí estoy a salvo.
–
Extraño a mi familia,
la que aun en la distancia, no se ve vencida.
Los vi la navidad pasada,
que bonito fue recibir el año, en mi Caracas amada,
abrazar mucho a mi abuelita,
asegurarme de que no le falten sus pastillas,
dormir pegada a mi mamá,
como lo hacía de chiquita,
allí bajé mis defensas, me sentía tan bonita.
–
Y ya con 25 años, de todo esto me queda que, a pesar de tantos tragos amargos dados por los sorbos del exilio, el sabor que queda después del reencuentro, no lo quita ni mil litros de cianuro.
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