Hincado con una cuerda al cuello. Con el cañón de un AR-15 en la nuca y un miedo enorme por morirme. Así comenzó a desplazarse mi historia. Ese día decidí irme para siempre.
Me habían torturado tres días para obtener una información que no tenía y al final, cuando supieron lo que yo sabía desde el inicio me hincaron frente a una cámara, pusieron una soga en mi cuello y pintaron en mi pecho las iniciales del Cártel enemigo. Luego me encañonaron y me dieron una hoja para leer un mensaje en dónde me adjudicaba crímenes que no había realizado; en dónde afirmaba mi participación en otra célula delictiva y con el que buscaban justificar mi asesinato frente a la población.
Para ese entonces yo ya les había rogado demasiado que no me mataran, que era inocente, que tenía familia. No se habían conmovido por nada. Incluso cuando uno de mis captores se sinceró conmigo un día – “Yo si le creo”- me dijo- “pero como quiera se lo va a cargar la chingada”.
Al inicio sólo pensaba en María y los niños, en verlos de nuevo. Al final, sólo rezaba porque no los encontraran.
La pesadilla inició un viernes cuando regresaba a mi casa por la carretera del Rio. En un retén militar me informaron de varios enfrentamientos entre grupos armados que habían sucedido la noche anterior en esa carretera. Al principio sentí temor, pero era la única manera de llegar a casa. Así es que me persigné y maneje 20 minutos sin ningún problema. Luego un convoy me intercepto en el puente del Coyote. Tres tipos con armas largas bajaron de sus camionetas y me apuntaron. Me bajaron a madrazos y me quitaron todas mis pertenencias.
A pesar de que tenía identificaciones de la empresa para la cual laboraba, ellos dijeron que mentía. Me esposaron y pusieron en marcha mi camioneta para que se desplomase del puente. Ahí supe que había valido madre.
El mismo hombre que me esposó me puso una capucha y me sentó en el asiento trasero de una camioneta. Otro hombre se subió a mi lado. Comenzaron a interrogarme y yo les dije la verdad. Les dije quién era y a qué me dedicaba. Les dije que no tenía nada que ver con nadie y que era un hombre de familia. Pero ellos no lo creyeron. Después supe, por informes de la Policía Federal, que una camioneta con las mismas características de la mía había irrumpido en el estacionamiento de un bar en la ciudad del Paso del Águila y había asesinado a diez integrantes del Cártel del Rio. Para mi mala fortuna yo venía de esa ciudad y en ese mismo tipo de camioneta.
Al inicio preguntaron todo con tranquilidad, pero una vez que llegamos a las bodegas comenzó la tortura. Lo primero que hicieron conmigo fue meterme un trapo en la boca. Luego, con una toalla empapada de gasolina con agua la pusieron en mi rostro. Mis ojos ardían tanto, que pensé que había quedado ciego. Entre paliza y paliza las preguntas sin sentido llovían a maldiciones.
-“¿Para quién trabajas, puto?”- “¿Con quién más andabas?”-“¿No que muy verga?”- Yo en ese momento no podía pensar del dolor y el miedo. Jamás había experimentado la impotencia de saberme inocente ante verdugos que no tienen el más mínimo sentido de dios o de la justicia. Para ellos su dios es su droga. Su dios es el dinero. Su dios es la muerte.
Afuera de la bodega había una capilla a la santa muerte y recuerdo haberle pedido cuando sentí que mi Dios no respondía mientras me conectaban un cable al pene y otro a uno de los dedos de mis pies para darme descargas eléctricas.
Nuevamente las mismas preguntas y amenazas, pero yo no sabía nada. Yo era inocente. Mi único error fue el haberme ido por aquella maldita carretera.
Tras dos días de torturas, finalmente decidieron que no sabía nada o que si sabía no lo diría. Entonces pusieron fecha de expiración a mi vida.
En un set de televisión improvisado me colocaron hincado. Me encañonaron y se colocaron todos en fila portando uniformes militares con chalecos antibalas con las iniciales “C.D.R”. Luego me dieron el mensaje para que lo leyera minutos antes de empezar a grabar, pero yo ya sabía que me iba a morir, así es que dije la verdad en vez de leer el mensaje falso cuando el foco de la videocámara se puso en rojo.
-“Mi nombre es Joaquín Alfonso Rodarte Rodríguez, no pertenezco a ninguna cédula delictiva. Soy Ingeniero Civil. Trabajo para la compañía Asfaltos y Materiales en la ciudad de Paso del Águila. Soy padre de dos niños, uno de dos y uno de un año. Tengo diez años de casado. Jamás he sido infiel a mi mujer. Nunca he fallado en una declaración de impuestos. Asisto regularmente a la iglesia y soy, me parece, un buen padre y vecino. Quisiera aprovechar estas palabras porque sé que me van a matar. Quiero decirle a mis hijos y a mi esposa que los amo. Que no es verdad lo que van a decir. Que no soy un delincuente. Que su padre fue siempre honesto y derecho y que…”- antes de terminar una fuerte explosión me cegó y me dejó sordo. Caí al suelo y no supe nada más. Desperté una semana después en el hospital de Rio Grande.
Según se me informó, justo en el momento de la grabación, una unidad de Asalto de la Agencia Federal de Investigación había irrumpido en el lugar. En el enfrentamiento resultaron abatidos 12 criminales y 3 policías.
Me recuperé algunas semanas después. Me dieron de alta y salí del hospital. Mi caso se asignó a un agente investigador del Ministerio Público quien me solicitó formal denuncia para proceder con el caso y la investigación. Jamás denuncie. La semana entrante iba en un camión hacía Detroit, Estados Unidos para trabajar ilegalmente en la construcción. Mejor ilegal y a salvo que legalmente muerto.
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