Tras un día particularmente difícil dada la pésima conducta de sus alumnos, Alfredo necesitó más que nunca desahogarse y relajarse en su café habitual. Felizmente para él, aquella hermosa tarde de abril tuvo el efecto inmediato de calmar su ansiedad. El aire puro y el tibio sol de primavera estimularon en Alfredo una inusual dicha y el deseo de socializar. Su cuerpo y sus sentidos se abrieron de manera sutil y desinhibida a todo lo que pasaba a su alrededor, captando con fuerza los aromas primaverales que invadieron sus narices y que se confundían con los deliciosos efluvios de café, de té o de pasteles recién horneados. ¡Es realmente una hermosa tarde! – pensó, presa de un profundo sentimiento de paz y de libertad. Se sentía feliz en aquel país y sobre todo en aquella ciudad que encontraba tranquila, agradable y cuyos habitantes se mostraban particularmente considerados hacia él, pese al hecho de ser extranjero.
El ruido de las conversaciones circundantes no le molestaba en absoluto; al contrario, Alfredo se había acostumbrado a la musicalidad de aquella extraña e inasequible lengua y se divertía tratando de captar en las conversaciones las pocas palabras que había aprendido. Su mirada observadora iba y venía a través de aquellos rostros desconocidos que escudriñaba atentamente con el fin de descifrar sus personalidades o el contenido de sus pláticas.
De pronto, una voz masculina muy grave y atrayente lo sacó de forma abrupta de sus observaciones. Alfredo se percató de que la voz provenía de una mesa situada al otro extremo del café, en la cual un padre y seguramente su hijo, de unos siete años, parecían conversar seriamente. El primer sentimiento de Alfredo fue de ternura. Pero tras el enternecimiento inicial, su mirada se centró con mayor agudeza en aquella pareja padre-hijo, lo que provocó repentinamente que el resto de la clientela del café se le volviese completamente inexistente.
El padre hablaba ininterrumpidamente y el niño parecía beber sus palabras como si escuchase a un profeta, siempre con un aire de sumisión, lanzándole de vez en cuando miradas cargadas de ternura. Alfredo centró toda su concentración en el discurso, aferrándose a las pocas palabras que había aprendido: ¿Por qué? …, sí…, no…, por supuesto…, ¿cuándo?… Comenzó a forjar una serie de elucubraciones: ¿lo estaba regañando? ¿Le estaba contando una historia? Le era imposible a Alfredo despegar los ojos de aquella escena; se sentía inexplicablemente hipnotizado por la ternura y la fuerza que emanaban simultáneamente de aquella pareja. De pronto el sentimiento de bienestar que Alfredo tuvo al llegar al café lo fue abandonando poco a poco para dar lugar a una serie de sentimientos más confusos. Se sentía profundamente intrigado por el contenido de aquella conversación que parecía captivar al niño, y al mismo tiempo lo atraía la mezcla de viril ternura que emanaba del padre. Un profundo sentimiento de envidia comenzó entonces a aferrarse al corazón de Alfredo. Aquella ternura y complicidad que esos dos seres se atrevían a exponer frente a sus ojos lo hería y lo atormentaba como si se tratase de una afrenta personal ¿Con qué derecho se atrevían a demostrar con aquella desenvoltura su afecto? ¿Cómo podían exponer su felicidad y el lazo indefectible que parecía unirlos con tanta naturalidad? Aquella idílica imagen le laceraba el alma como una serie de ininterrumpidas puñaladas, confrontándolo cruelmente a un espantoso vacío. ¡Cómo le hubiese gustado en ese momento tomar el lugar de aquel niño!
Una tristeza profunda lo embargó de pronto, y sin que ni siquiera se diese cuenta, sus ojos se llenaron de lágrimas. Para colmo, el niño y su padre estaban tan absortos en su plática que ni siquiera se habían percatado de que eran observados atentamente desde hace un momento. Aquella complicidad que se traducía en una indiferencia total a lo que pasaba a su alrededor, entristecía aún más a Alfredo, deseoso de obtener una simple mirada o una escueta sonrisa de ellos, lo que le hubiese procurado la falsa esperanza de ser partícipe de alguna manera de su privilegiada relación. Pero ensimismados en su amor y en su egoísmo, el padre y el hijo ni siquiera se percataron de la presencia de Alfredo y de la envidia que provocaban en aquel extranjero que los observaba casi de manera obsesiva, como un perro hambriento que espera a la entrada de una carnicería que se le tiren las sobras.
De pronto, bajo la mirada atónita de Alfredo, el padre, con un gesto seguro y vivo, interpeló al mesero, pagó la cuenta, tomó a su hijo con ternura de la mano y abandonaron rápidamente el café, dejando a Alfredo en un estado de desesperación total: ¿Cómo? ¿Ya se van?— pensó. Cual un náufrago en medio del océano, miró con ojos desesperados en torno suyo, tratando de buscar algo o alguien en qué aferrarse, pero toda la clientela aún presente, enfrascada en sus parloteos fútiles, se le hizo bruscamente antipática y superficial. Completamente abatido, sintiendo que todas las emociones vividas en tan pocos minutos le habían absorbido repentinamente todas sus fuerzas, un gran cansancio moral y físico terminó por derribarlo, dejándole además de un turbador vacío un espantoso sentimiento de soledad. Se quedó mirando la mesa en donde padre e hijo habían platicado hace tan solo unos instantes. De pronto, mecánicamente y bajo la mirada asombrada del mesero, Alfredo se levantó, se instaló en la silla que había ocupado el niño y se quedó mirando al vacío. El mesero siguió rondando durante unos minutos, esperando que Alfredo desocupara la mesa para instalar a otros clientes. Pero éste, incapaz de moverse, ensimismado en su dolor, siguió mirando el vacío durante al menos una hora, intentando retener las lágrimas que sentía agolparse en sus ojos y maldiciendo a aquella pareja que, con total indiferencia lo había abandonado cruelmente a sus más profundas frustraciones, haciéndole revivir heridas que ya creía cicatrizadas. Dos días después y de forma irrevocable tomaba el avión que lo llevaría de regreso a su país.
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