Antonio y su nieta están regresando de la escuela como todos los mediodías. El hombre se detiene un instante en el camino, se toma esa rodilla que duele y no lo deja dormir algunas noches, y con la otra mano se apoya en el alambrado de un terreno baldío. Está tenso, mientras a duras penas trata de que el ala del sombrero le oculte los ojos.
Carmen, una bonita niña de nueve años y fuerte mirada, espera con impaciencia que su abuelo conteste a la pregunta que acaba de hacerle. Se cruza de brazos con gracia y enojo a la vez, espera un instante, y entonces le grita que no quiere que la saquen de la escuela, porque allí se hizo de muchas amigas y que su maestra siempre le pondera su linda letra y sus magníficos dibujos. Sus palabras son un torbellino que aturde y conmueve al hombre.
Antonio la observa de reojo y piensa en el fuego que corre por las venas de esa pequeña.
Carmen está a punto de terminar su cuarto grado demostrando de modo constante que le gusta estudiar y que aprende con notable facilidad. Todo lo demuestra el cuidado con que sus pequeñas manos rozan los libros y cuadernos y son muchas las veces que la encuentran apoltronada sobre almohadones leyendo con fruición.
Su abuelo suspira y solo vuelve a pronunciar esas palabras tan odiadas por Carmen.
—Pero así debe ser, mi niña, y así se hará.
Antonio es un hombre rudo, de pocas palabras y acostumbrado a que las órdenes que imparte a los miembros de su numerosa familia sean acatadas sin reproches ni reclamos. Pero ama tanto a esta nieta que solo atina a callar. No encuentra el modo de doblegar la firme voluntad de Carmen. Las palabras huyen de su boca y solo desea dar por terminada esa demanda. Entonces agrega que cuando deje la escuela, sus tías y primas mayores le enseñarán lo que le falte saber, y más todavía, que verá que sin darse cuenta se irá olvidando de la escuela.
El hombre solo recibe silencio como respuesta. Porque la niña comprende y no quiere que su abuelo sepa que sabe, y ahora rompe en llanto con todas sus ganas y su rabia en un último intento de poder quebrar esas leyes que aún desconoce pero que pesan ya tanto, y le queman las lágrimas en los grandes ojos negros.
¡Todo lo comprende! pero no quiere que nadie sepa que sabe. No quiere crecer, no quiere pensar más en dejar la escuela, las rondas de los recreos y las páginas rayadas de un cuaderno nuevo. Tampoco quiere imaginarse sin mostrarle a su maestra lo bien que escribe y cómo progresa en ortografía.
«—¿Qué quieres ser cuando seas grande, Carmen?
—Maestra, como usted.
—Tienes letra de maestra, de manera que lo serás. »
El abuelo de Carmen quita la mano del alambre del cerco para reanudar la marcha, pero los ojos vivaces de la niña ya vieron.
—Te quitaste los anillos y veo que tampoco llevas la cadena con el corazón de marfil, abuelo. Siempre que me traes a la escuela o me buscas a la salida, guardas todo en tu bolsillo, ¿por qué?
Ambos apuran el paso. Están cerca del campamento. Les van llegando aromas mezclados y apetitosos. El potaje de cerdo y garbanzos está a punto. El café espera hasta la sobremesa y la ropa colgada en los pasillos baila en colores al son de alguna guitarra. Se escuchan diálogos a viva voz en romanés que hablan sobre los preparativos para el día siguiente, ya que muy temprano, partirán. Otra vez.
Antonio sabe por experiencia que después de las tristezas, de los llantos desconsolados y de los deseos imposibles, sobreviene la calma que proporciona el olvido, porque así ocurrió cuando Sounya, su prima, perdió a su bebé o cuando el violín de Kavi fue destrozado por las ruedas de un carromato. Y por sobre todas las cosas sabe que en esa familia solo se permite estudiar hasta cuarto grado. No más, porque es suficiente, porque así son sus leyes.
—Abuelo, no me respondes, ¿por qué debo dejar la escuela?
—Porque somos gitanos, mi Carmen y así debe ser. Pero pronto olvidarás…
Imagen: Verano (Niña gitana) — Pierre Auguste Renoir
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