Oteé la lejanía por enésima vez.

Habíamos recibido un escueto mensaje, finalmente la figura de una patera se había revelado en el horizonte; avanzaba lentamente hacia la costa.

Un viento inesperado se adueñó de la playa, el mar se encabritó; el oleaje se empinaba, majestuoso, golpeando sin piedad la costa. Vi como el navío se ladeaba. Sin clemencia, la bravura del agua, lo cubrió. Se oyó un fuerte estruendo. En el fragor, las voces de los pasajeros quedaron mudas.

Mi sentimiento de cariño hacia él era auténtico. Me acongojó verlo en aquel estado vegetativo. Le acaricié suavemente las mejillas, le tomé delicadamente las manos, (eran unas manos de adolescente, casi un niño) y las retuve entre las mías. Intenté hablarle, pero de mi boca no surgían las palabras, se agrupaban en mi garganta y mi rabia impedían que fueran pronunciadas, quizás era mejor que se quedaran en el trayecto. No eran palabras de consuelo, eran reproches hacia mí misma por no saber cómo hacer frente y plantear un cambio en aquella situación. No albergaba esperanzas y la realidad me sacudía sin piedad. Éramos unos auténticos desconocidos, pero nos unía un lazo de fraternidad. La obviedad se hizo latente y exploté en un llanto incontrolable.

Recogimos su cuerpo inerte y le dimos sepultura lejos de su país de origen.

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