No entiendo nada, me ha tirado de cualquier manera encima de la cama y ahora me ignora, no solo eso, se sienta a mi lado y se pone a llorar, esto es cuanto menos embarazoso. Parece que se va calmando, se pone en pie y se acerca al espejo, se mira, pues está hecho una pena, los ojos enrojecidos y las huellas de las lágrimas marcadas en las sucias mejillas.

Espera, parece que está hablando con el espejo, diría que se está riñendo, si es que eso es posible, apoya las manos sobre el vidrio y hunde la cabeza entre los brazos, grandes lagrimones caen sobre el mueble. Levanta el rostro y me mira, se limpia la nariz con una manga y se pone a abrir cajones como un loco, abre, cierra, ¿Qué estará buscando? Lo piensa mejor, coge un marco de encima del aparador, una foto ¿de boda? Se queda ensimismado mirándola, vuelve a llorar, vaya panorama.

Me tira el marco encima, pesa, efectivamente es una boda, el novio se le parece. Vuelta a los cajones, camisas, calzoncillos, calcetines, algo de dinero, ahora se dirige al armario, pantalones, una americana, menudo barullo, así, de cualquier manera, no pensará llevar muchas cosas, si al menos pusiera un poco de orden.

Una pistola, joder, ahora me estoy acojonando, no estoy yo hecha para estos menesteres, nunca me han gustado las armas, menos llevarlas encima.

Se quita el uniforme y se pone un viejo traje, parece el mismo que el de la foto de la boda. Vuelve a mirarse al espejo, abre un pequeño cofre que está encima de la cómoda y saca un anillo de oro, parece una alianza, intenta ponérsela, prueba en todos los dedos, no puede, lo cuelga de una cadena que lleva al cuello, lo besa y se lo guarda dentro de la camisa, se aprieta el pecho como queriendo asegurarse de que está en el sitio correcto.

Se oye un fuerte silbido, se asoma a la ventana, en la calle un hombre señala hacia la plaza donde varios camiones se van llenando de gente.

          – Apura Ramón, se van a ir sin nosotros.

Vuelve a mirarme, es una forma de hablar, mirar mira, pero no creo que me vea, parece ido. Mueve la cabeza, como buscando algo y vuelve al armario, ahora abre la otra puerta ¿ropa de mujer? La abraza y aspira, es como si la oliera, creo que está llorando de nuevo. Coge un pañuelo rojo, se lo arrima a la boca y lo besa, después se lo anuda al cuello. Da un paso atrás y mira el contenido del armario, saca una caja de cerillas, al tercer intento consigue encender una y la arrima a la ropa. Al principio solo es una pequeña llama que pronto crece hasta devorar las prendas femeninas, mira el fuego como hipnotizado, por un momento parece que va a arrojarse sobre él.

Todo se llena de humo, tose, y esa tos parece traerle de nuevo a la realidad, se acerca a mí y por fin me cierra, voy medio vacía, si colocara mejor las cosas cabría mucho más. Bajamos por las escaleras, fuera nos espera su amigo, un hombre vestido con un traje igual de ajado que el que lleva él. Se abrazan, fuerte, ambos lloran, se separan cogiéndose de los hombros y se miran a los ojos como lo hacen los que saben que han perdido, que han sido derrotados. Corremos hacia un camión donde más hombres, mujeres y niños aguardan.

El conductor, con los nudillos blancos de apretar el volante, escupe una blasfemia mientras mira por el espejo retrovisor, sabe que hay cuatro horas hasta la frontera y que el resto del convoy ya está en marcha, por fin los ve llegar corriendo, saca la cabeza por la ventanilla y grita:

          – Venga, cojones, sois los últimos.

Nos hacen sitio en el remolque y subimos, el vehículo se pone en marcha.

El pueblo se aleja, la casa de la que acabamos de salir arde en llamas, pero hay más, de otros edificios también salen grandes llamaradas, inmensas nubes de humo, muchos han preferido quemar lo que hasta ese día había sido su hogar antes que dejarlo a manos de la rapiña del enemigo. Aun en la distancia se percibe el olor a quemado.

Desde el camión, en silencio, todos miran el fuego, el humo, conscientes de que no solo se están consumiendo madera y ladrillos, que con cada voluta que se eleva al cielo se va un recuerdo, una vivencia, una vida, arrasado todo por esta guerra a la que no fueron preguntados si querían ir, una guerra estúpida y absurda, como todas.

A lo lejos resuena un ruido parecido al que se oye durante las fiestas, parecen cohetes, disparos.

          – Parece que lo celebran esos hijos de puta.

Comenta alguien desde el fondo del camión, con una voz en la que se mezclan la tristeza y el miedo, la rabia y el dolor, el resto aprieta los dientes y calla.

Los hombres y mujeres que llenan el remolque miran hacia el pueblo que se pierde en la lejanía, enmarcado en un halo rojo y gris, fuego y humo, sus vidas. Agachan las cabezas y lloran.

En el suelo, a sus pies, nos amontonamos nosotras, las maletas, vacías de cosas materiales y llenas de recuerdos, de dolor, de tristeza, sabedoras de que quizás alberguemos lo único que estas personas tengan donde quiera que comiencen su nueva vida.

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