– ¡Vamos a intentarlo!.¿Te animas, Susita?- dijo Guillermo sonriendo entusiasmado una tarde.
El sol a punto de esconderse, pintaba de rojo el cielo de fines de verano.
Las chircas y las hormigas habían copado la casa. El membrillo gigante estaba abarrotado de flores rosadas.
El futuro era incierto y, por nuestra naturaleza, un período de mucho trabajo y esfuerzo personal se vislumbraba.
Dudé un instante antes de contestarle «¡sí!». Era mi sueño.
Mis abuelos habían construido la casa. Mi abuela, al enviudar, la había abandonado.
Ya habían pasado veinticinco años.
Nadie la quería. Decían que no valía nada.
«Villa Estela» quedaba lejos. Sobre una ruta poco transitada, frente a una escuela, en un lugar apartado y nada atractivo, sin playa cerca y rodeada de vecinos humildes, con chanchos y pollos que corrían por el barrio en libertad.
A nadie conocíamos y faltaba instalar el agua y la luz.
Pero yo quería… y con él, quería más. Íbamos a construir allí, nuestro hogar.
Yo ya lo había hecho en otra parte, con otra persona. Tenía una casa junto al mar, cerca de todo y donde ahora, vivía mi hijo.
Él lo había hecho igual, con su esposa, durante veinte años. Pero ella había fallecido y en su casa, ahora también vivía su hijo.
Yo tenía cinco más de cincuenta y él había cumplido sesenta.
Los dos quedamos solos.
Un par de meses atrás, nos habíamos encontrado.
Nos enamoramos como adolescentes y vivíamos ilusionados nuestro amor.
Buscábamos un lugar donde estar juntos, donde construir nuestra vida y guardar nuestros sueños.
Por eso a los dos, «Villa Estela» nos pareció genial.
Trabajamos muchísimo y juntamos nuestras cosas… esas que en nuestras casas estaban a punto de ser desechadas por inútiles. Las cosas que nadie quería y a nosotros mismos nos molestaban.
Nos llevamos todo, pero igual nos faltaron muebles y accesorios, implementos y utensilios.
Con el diario del domingo y alguna página de Internet, conseguimos lo que a mucha gente le sobraba.
Cuando quisimos acordar nuestro nuevo hogar estaba pronto. Y nos fuimos juntos.
Empezamos una historia desde cero. La mejor de nuestras vidas.
En el porche tomábamos mate todas las tardes. En la sala, jugábamos a los naipes como cuando éramos niños. Los domingos, en soledad, compartíamos nuestro almuerzo, con platos poco convencionales, que recordaban a nuestros abuelos. Y escuchábamos música todo el día.
Nuestra intimidad era disfrutada y conocimos, en la segunda mitad de nuestras vidas, el amor de verdad. El que no se puede explicar con palabras y que sólo puede sentirse.
Era una «casita de muñecas» y un «nidito de amor» a la vez.
Porque aunque cueste creer, un día pudimos irnos… pudimos vivirlo… pudimos con muy pocas cosas y lejos de todos, ser muy felices.
Más de lo que jamás imaginamos.
Y cuando alguien anunciaba que quería visitarnos, nosotros celebrábamos y, con familia o amigos, compartíamos nuestra felicidad.
OPINIONES Y COMENTARIOS