La ciudad había comenzado pequeñita, desde su centro, como un embrión o una semilla. Había crecido poco a poco, con sus casas coloridas, con sus huertos floridos y los naranjos que asomaban su oro rotundo por sobre los cercados; se había extendido hacia los cerros que la rodeaban, envolviéndola dulcemente como un vaporoso y ondulante vestido. Luego, al hacerse mayor, había ido invadiendo los cerros. Primero habían sido unas pocas casuchas tímidas, muy inferiores en tamaño y pretensiones a las de la ciudad propiamente tal. Después se fueron ampliando, creciendo en ranchos, en portales, en construcciones quizás un tanto estrambóticas pero cada vez más seguras, más firmes. Y la ciudad se subió a los cerros y llegó hasta las cumbres suaves. Desde allí se puso a bajar de nuevo, instigada tal vez por la curiosidad, hacia esas largas, interminables carreteras que llevaban al extenso mundo. Pero llegaron tiempos de odio, de ambición y de locura. Los habitantes de esa ciudad, tan felices antes con su suerte, la suerte de vivir en medio de esa tierra llena de semillas y en la que el sol no escatimaba sus regalos, comenzaron a querer más y más, lo que los sueños de oropel de las pantallas funestas les prometían en otras tierras brutales y malvadas. Entonces partieron. Cerraron sus hermosas casas de adobe y dejaron atrás los naranjos floridos. Cruzaron largos días cubiertos de noche, inmensos desiertos donde la calavera fue muchas veces el único premio a sus esfuerzos. Sus manos, de ser abiertas se transformaron en garras. Y aprendieron nuevos vicios y ya nunca regresaron.
Las casas se quedaron solas. El viento y las lluvias fueron deslavando sus alegres colores, el sol resquebrajó las paredes. Las ventanas que antes eran tan alegres se volvieron grises hasta que los vidrios se desmigajaron y cayeron, dejando huecos para que pudieran entrar los pájaros a construir sus nidos. Los naranjos sin dueño dejaron caer sus frutos en los antejardines, y sobre las amplias azoteas han crecido malas hierbas y las ratas construyeron su propio hábitat.
La ciudad se ha vuelto leprosa, con partes vivas y partes descompuestas, con un aire cambiado, con un ruido distinto, y los naranjos, los mismos de siempre, contemplan con tristeza sus frutos caídos, pudriéndose a sus pies.
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