Mi hijo aprendió a hablar castellano cuando tenía seis años, el mayor desarrollo de su cerebro le permitió inventar palabras y expresiones, que ya no utiliza pero yo recuerdo. Una tarde paseábamos por el parque y llamó su atención un gran castillo de madera, de esos que tienen rampas, escalas y pasadizos donde los niños ejercitan su cuerpo con el juego. Tanto le gustó que permanecimos allí casi una hora, él jugando y yo sentada en un banco viéndolo disfrutar.
–¡Vamos! –Le llamé cuando empezaba a oscurecer –ya es hora de marchar a casa.
Aún no hablaba correctamente pero entendía todo lo que le decía, por lo que remoloneando bajó del castillo y vino junto a mí.
Camino a casa iba feliz por lo bien que lo había pasado pero notaba que le hubiera gustado seguir jugando. De pronto tiró de mi mano y se giró en dirección al parque.
–¡Mom…! –me dijo con la expresión que aún utilizaba al dirigirse a mí– ¿por qué no avueltamos?
En sus ojos rasgados noté una expresión tan feliz pensado en los juegos que no lo dudé, dimos media vuelta y avueltamos al parque.
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