Las palabras inventadas:
Lesmonosimilifacia: enfermedad degenerativa del cerebro que lleva al olvido de los rostros de quienes se parecen a quien la padece.
Tujaíafono: instrumento musical de la familia de los metales formado por dos latas de aceite de motor horadadas y una boquilla de plástico.
Sorono/a: persona estresada por ocupaciones no laborales.
Zasín: resultón, agradable.
Rumbilar: piropear, halagar.
Espitresa: silla que cojea de una pata.
Ralajo: árbol de hoja caduca paripinnada que se da en el centro de la Península Ibérica.
El texto:
Las tres soronas y la tujaiafonista descarada
Es una tarde cualquiera de agosto, y la tujaiafonista de la banda aficionada del pueblo (enfermera de profesión) atraviesa la Plaza Mayor bajo un sol de justicia. Justito debajo de los tres ralajos que proporcionan la única sombra están las tres soronas principales del lugar, las tres sus tías carnales, con falda negra, medias negras, chaqueta negra y pañuelo negro. Cuando la vislumbran, calladitas, se miran bien entre ellas y luego cuchichean, y sabemos que no la están rambilando tan bien como la enfermera, que, indiferente a sus críticas, no renuncia a disfrutar por unos segundos del frescor del trío de raquíticos ralajos:
-¡Buenas tardes, bonita! – dice la primera sorona, que está cosiendo.
-¿Vienes de ensayar con el tujaíafono? – inquiere la segunda sorona, que está bordando.
-¡Qué sola a estas horas! ¡Una muchacha zasina como tú lo eres! –ataca la tercera sorona, que manipula un teléfono móvil de última generación.
-¡Nos de Dios! – replica ella, posando resignada el pesado tujaíafono junto el tronco del tercer ralajo. – No me paro mucho, que las veo soronísimas.
-¡Ah los achaques! ¡Lesmonsimilifaciática perdida estoy! –dice la primera sorona.
-Yo, más que ella. A esta ni la conozco – insiste la segunda.
-Pues yo tengo un remedio infalible contra la lesmonosimilifacia – asegura la tercera, agitando su teléfono móvil de última generación. – Cara a la que le hago una foto con esto, la etiqueto, y problema arreglado.
-¿De veras? ¡A ver, a ver! –dice la tujaiafonista aficionada cogiendo el teléfono móvil de última generación que le tiende su tía carnal.
Con ágil movimiento de dedos inspecciona las fotos que la vieja ha tenido a bien efectuar con el moderno ingenio. El principal fruto de su soronidad es una colección de estampas de la enfermera celebrando su cumpleaños en el Pilón, único disco-bar de la población, en compañía de la cuerda de tujaiafonistas aficionados al completo (formada por seis varones entre dieciocho y treinta años de edad, excepción hecha de la protagonista de nuestra historia) durante tres fines de semana consecutivos. Durante unos segundos piensa en los seis jóvenes zasinos, en la actual extensión de las redes sociales, en las avanzadas prestaciones del modelo que sostiene en sus manos y en la afección de su tía, y al fin toma una determinación:
-Las veo a las tres muy frescas aquí sentadas.
-No nos has de rambilar, zasinísima, que me recuerdas a mí de algo más joven.
-Pero las veo sentadas en tres espitresas que les quitan prestancia – continúa, aproximándose despacio al tujaíafono, que sigue posado en su funda junto al tronco del primer ralajo.
Las tres soronas miran simultáneamente a las patas de sus sillas, y entonces la tujaiafonista aficionada emprende rápida carrera para abandonar la Plaza Mayor. En cada una de sus manos, uno de sus tesoros: el instrumento en la derecha, el fatídico comunicador en la izquierda.
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