Camino por las calles de esta ciudad que me habita.
Es justo confesar cuanto más me habita ella a mi
que yo a ella, aún viviendo aquí.
Me llevo Barcelona en las entrañas
aunque todo haya pasado
del otro lado de mi piel.
La ciudad ya no me encandila tanto,
me dejo guiar por las racholas de flores,
veo el hierro entramado en las farolas de Gaudí
y me parece oír al Quijote confundirlas con molinos.
Mis sueños florecen
como cada año lo hacen
los balcones de casa Batlló para Sant Jordi.
Me siento afortunada,
cruzo los dedos y la ciudad
se llena de puentes.
El mar me acaricia
el último vértice de ventana
en mi piso compartido.
Y recuerdo como
en algún balcón de la calle Industria
los días se me llenaron de música,
en el sofa se escribían historias
y por los huecos se caían canciones.
Paseaba por Avenida Gaudí
y mis zapatos no tocaban el suelo,
las rimas pasaban aladas
enredándose en las flores de ese abril
y yo las agarraba todas y las hacia poesía.
Barcelona, capital del exilio
en el boom latinoamericano.
La Barcelona de García Márquez,
Vargas Llosa y Cortazár.
La ciudad de los condes,
la ciudad donde nadie es de allí,
pero todos se sienten en casa.
La ciudad de la ambigüedad
que sólo el inmigrante entiende;
tan de nadie y tan de todos.
Hoy te mentiría si te dijera
que no tiene un perfume especial en cada esquina.
Que en mi mapa no están solo las coordenadas
de esos jardines escondidos
y los naranjos floreciendo en todas las estaciones.
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