Ómnibus
El día se tiñe en el azulejo oscuro
del atardecer, en el escrúpulo de
los sueños vívidos y las risas
adormecidas por el transcurso de
los pasos. Tenue e insensata
estación de cuatro ruedas,
máquina hecha de tuercas y
tornillos, conjunto irrazonable en
el que los jornaleros proliferan
sus silbidos. Entre refunfuños y
nubes de humo lleva la carga del
peaje, la tristeza de los presos
envuelta en cigarrillos. Qué
impetuosas las aspas de su
ventilación, las que tornan arduo
el día en sublimes rutinas añosas
de dinero, de paz, de consuelo;
torbellino vicioso de la vida, a
quien veloz motor ayuda
trasladando el cansancio de los
civilizados, el que por ser austero
y aborrecido, desmide el seno de
los desdichados.
Artificio escandaloso que
trasciende la ciudad del llanto y
en, el reflejo de las ventanas,
expande la nostalgia del
estudiante, cuyo niñato es
extraído del umbral de la
juventud, del lecho de los artistas
frustrados. Voluminoso
compuesto de metales y cueros
en el que las prostitutas,
despojadas de sus sueños, son
enganchadas al inocente
semblante de su inmundicia.
Mundo de avaricia y
desconsuelo. Estando hartas de
culminar sus actividades en el
precio de los senderos, por la
muerte se ensucian de la eterna
y errante injusticia. Vertiginoso
acarreo de los pies saciados en
llagas, cacofonía estruendosa en
la que las familias esperanzadas
anhelan dar felicidad a sus
amados y, al no poder
contemplar el pecado de la
posmodernidad en la que
nacieron los hijos, deciden
sobrellevar sus esperanzas en el
móvil de los sufijos.
Admiración al micifuz
Vehementes ancianos de carne y
hueso, arropados bajo el mundo
en su cobija de pibe y añil
desgastado, quienes quieren ser
como el gato en la rivalidad de su
conciencia. Observadores
maúllan en la penumbra de la
noche, feroces testigos de los
crímenes que alegorizan la
crueldad. Sigilosamente se
desplazan a través de las huellas
de la luna, presenciando la
sinfonía de los grillos
enclaustrada entre las
enredaderas. De aquel silencio
como niño en su cuna emergen,
como la luz del alba posándose
dentro de los placeres. Astutos y
malentendidos trepan, trepan
discernidos de su fortuna,
trascendiendo más allá de
apariencia alguna.
Máquinas racionales de factoría
gozosamente riendo, atrapados
en falacias de trivialidades y
complejos, admirando al gato
ronronear de celo en su espejo.
Y en aquella misantropía, los
felinos que bajo el claro de
estrellas posan, han de tornarse
en temibles demonios que rugen
rebeldes como fieras. Quien
quiera que sean, apasionados
hombres del tiempo, prisioneros
de sus vanos relojes, ¿quién
quisiera que los entiendan en su
arrogancia y tiranía? Al final, en
el escrutinio del sol maldiciendo
su existencia, adoran tristemente
al minino en la búsqueda de sí
mismos, con su carácter y
osadía.
Pasaje A, Villa Celeste
El silencio del pasaje abrupto se
resiente en las madrugadas.
Absorto de luminosidad, sus
tímidas chozas se esconden
entre el lagrimeo de las
alcantarillas, se esconden entre
quejidos que los sabuesos, con
aullidos, corresponden. Se ha
dicho que, a las tres de la
mañana, el tejado de barro se
contempla en una choza anciana
por la tinta y la pluma, tentando
el hedor del barrio que en
páginas blancas se perfuma.
La frialdad del pasaje aberrante,
en sus laureles, se damnifica y
en las aceras de los ebrios que
de alcohol, por las noches,
salpican. Anhelan ser de la
nobleza, de la gente que, el día
entero, adorna su cabello con
diademas y broches. El pasaje
inicial se recorre entre el
cemento y los extremos del
bosque, recogiendo la memoria
de aquella colonia olvidada,
cuyas calles y sus castillos se
derrumban en la opacidad de las
paredes mal pintadas.
La incertidumbre del pasaje
abatido, en las noches de
insomnio, se libera.
Conmocionada por la cantata de
los grillos, alarma la espera de un
nuevo amanecer, maldiciendo en
el silencio, lanzando miradas por
doquier. Ahí, entre las angostas
calles, el famoso pasaje de la
letra A reluce de madrugada
entre la oscuridad de sus
habitantes, cuyas familias claman
por acribillar la tristeza que
acecha al porvenir. Hasta no ser
partícipes de ese glorioso
momento, en sus chozas,
intentan dormir.
Melancolía llama
Mi vieja amiga se ha postrado en
mi puerta exhalando como el
grito del diablo. Las facetas del
páramo ha recorrido nuevamente
e, inquieta, no reitera que le
hablo. No cesa mi vieja amiga su
aliento flagelante, no se detiene
gateando en la cerámica,
dejando el hedor ferviente. Hala
mis pies fríos y se aferra a mi
cuello, midiendo como una soga
la fuerza de diez mil hombres.
Aprieta y me ahoga, va cubriendo
mis ojos entre redes de púas y
alambres. La ladrona que en la
habitación subyacente habita, ha
robado el sueño y no perdona.
Recorre el borde de mi cama
mientras las sábanas se deslizan
de mi torso. Mi dulce
acompañante, con una sonrisa
cálida, a mi oído susurra
robándome la vida. La dama de
azufre negra no debía venir hoy y
vino; mi cigarrillo no debía
prender y lo prendió. En su
sonrisa mi vieja amiga denota
alegría y, con un tono
inconforme, miro a sus ojos y le
digo: «hola, melancolía».
Plaza tradicional y un sueño francés
Allá en las andaduras, sobre la
cúspide del cielo, cuando el claro
de la luna equipare la nobleza de
las nubes, cuando hagan arte las
personas mostrando a la luz sus
blancos pañuelos, soñará mi
desdén con la pureza del lugar
en el que nunca estuve.
Me levanté en la arquitectura fina
de las plazas, desahuciado, a
punta de filo por mi demencia. En
las avenidas, inclinándome hacia
las brasas, la exasperante
seducción de los museos acabó
con mi paciencia. Aquellas
paredes envueltas en piedra
detallada dieron paso a la
complejidad de los colores
vívidos de Monet, a los paisajes
del púrpura extravagante y la
vida alargada.
Cautivado suspiré, suspiré
dopado del brillo y su glamour.
Afuera, en la sombra de los
callejones, me dirigí hacia la
melodía de las armónicas, hacia
la belleza inmaculada de los
acordeones, derramando aprecio
por encima de las calles y,
mirando con firmeza, a quienes
yacían postrando sus oídos entre
los balcones.
Allá en las andaduras, sobre la
cúspide del cielo, cuando el claro
de la luna equipare la nobleza de
las nubes, cuando hagan arte las
personas mostrando a la luz sus
blancos pañuelos, soñará mi
desdén con la pureza del lugar
en el que nunca estuve.
Continuidad de los amaneceres
El temor alarga la insípida
continuidad de los soles. ¿Quién
es el joven desgarbado para su
vivencia adorar, para escuchar la
cantata del ovíparo emplumado,
aquel sabio que afina la melodía
singular? Y el hombre, en su
raciocinio, a la ambigüedad del
día teme, evitando, en el ocio, la
tristeza que discierne. La
esperanza se aleja de su
existencia, ya no hay libertad que
el joven gobierne.
Aunque la cosmovisión, llena de
gentileza y recelo se pose en el
joven, la continuidad de los soles
no lo liberarán en las mañanas
de enero. Angustiado, cojea en
sus sueños y sus manos le
pesan como cadenas de acero;
pero, esperando no destilar el
color de sus párpados
entrecerrados, las sábanas de la
cama afila para cortar su llanto
fiero.
Por clara que sea la luz
destellante del sol, el niño
quebrantado, brillante y
malhumorado, discierne entre la
continuidad de los soles. Pobre
niño, se arrea contra la fragancia
de las brisas de enero, contra el
despertar insensato de los
aureoles. Pobre niño, se
adormece en las sienes de su
oficio, refugiando su consuelo en
la tranquilidad de las amapolas.
Mozo inescrutable, hilarante,
gritando su bienestar en
instrumentos de vicio. Aun
cuando la versatilidad de sus
labios cese en hastío, apaleados
en cantos bemoles, el joven no
dejará de temer a la continuidad
de los soles.
Carta de la muerte
Una fría y oscura nube bajó del
cielo y tendí tu mano. Sonrojado,
envuelto en angustia al dejar
todo atrás, dijiste adiós en tus
sueños. Sonreíste noblemente en
mi presencia, en el nombre
propio del verdugo. En un
instante fugaz, tomando tu
pañuelo blanco hecho de
algodón, marchaste orgulloso por
los faros sin mirar atrás.
Me nombran la potestad
destellante,
la verdad codiciada y el
sortilegio del alma errante.
Prevalezco en la castidad y mis
sienes duermen en el talón de los
días constantes. Prevalecí en la
Santa Inquisición como testigo de
las almas que buscaban la
verdad. Me conocen como el
acreedor de la maldad; me
llaman y titubean, pues, la
injusticia es mi dictamen. Pero, a
veces soy noble, esperando
largas horas en mi soledad. Aun
cuando niegas que vendré, me
embarco en la oscuridad, y en la
oscuridad, los machos cabríos
observan mi aquelarre. Aun
cuando mi tardanza ha sido sutil,
no existe sangre que despilfarre.
El rostro en la lápida
Me vi sonámbulo a la deriva de
mi sueño, atrayendo el apetito de
las lombrices y hormigas en mis
pies descalzos. Con el sabor
agrio en la lengua en estragos,
quise deambular en mi conforte
sin poder salir al mundo. Las
flores ahuyenté e intenté callar el
llanto que en las afueras invadía
iracundo; pero la costumbre del
rito había acabado. Lamenté la
vivencia perdida de aquellos
colores sosteniendo los veranos.
Grité, desesperé, hasta que por
mí, en el paso de una centella,
desgarrando la piel, voraces
llegaron los gusanos.
Quiero disgregarme, descubrirme
por encima de los confines. Mi
linaje está postrado por las
brasas de mis letras. Las puertas
del mundo han dado paso a mi
alma, y mis versos regocijan en
el clero a primera instancia.
Deseo ser el desgarramiento de
mi desnudez materializada, bailar
a través de las hojas,
simbolizando la inmortalidad que
en la tinta y mi mano va
arraigada.
Romance en la necrópolis
Cuando la desdicha aclame por
tu condena, cuando el llanto
equipare la agonía en tus
pesados hombros, cuando tus
versos, enganchados al reflejo de
tu melancolía, se hagan presos
de una dura odisea, se
esparcirán los trozos de tu alma
a la merced de mi presencia.
Y cuando la ciudad de las
sombras se contenga en nubes
espesas, y cuando la leve brisa
en un torbellino se convierta, y
cuando por apariencia eterna se
torne una tormenta sin aviso ni
comparsa, y tus ojos desborden
las aguas benditas de los
templos, y tu duelo no pueda
sanar en un solo sustento, ¡Alma,
alegría!, he de estar ante cada
uno de tus escrúpulos por un
eterno momento, en la
inmensidad de mi amor perpetuo,
de mi profundo consuelo.
Profanidad del amor
No ahuyentes el júbilo de lo
divino, no eches paso al
naufragio de lo perdido, no
escondas tus lágrimas en las
cuencas de tus ojos sin antes
haber reído un poco. No
suspires, no suspires de leve
nostalgia si tus tormentos van
acompañados de falacias. No
apagues el faro de tu esencia por
valorizar el mundo de lo efímero.
No lo apagues, cuando, con
radiante belleza te miro. No
apagues tu alma de infante,
reprimiendo la locura frustrada de
ser tan juzgada. No, no la
apagues ahora ni nunca en su
lecho de cenizas.
No empobrezcas la osadía de tus
sonrisas, no dejes caer tu pesar
por doquier sin antes ver mi
mano luchando por tu bien. No
atenúes tus carnosos besos que
se derriten en mi boca, bálsamo
del sustento, que en mis deseos
choca. No amarres en tu
garganta palabras de lindura,
sepultando el cariño que ciñes en
mis alegrías. No dejes, por favor,
que aparte mis amorosos brazos
de tu cintura. No dejes de
amarme ni aunque las flores
arrojen sus pétalos, comiendo el
fruto de tu discordia de
insurgencia. No, no dejes de
amarme ahora ni nunca con tal
inocencia.
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