La calle era toda de mar. Había pasado el tercer huracán de la temporada. Lo edificios hablaban en el lenguaje común de las vigas que se quiebran, los pisos que se cuartean, las paredes que revientan y el ronquido estremecedor que anuncia el final de esa estática milagrosa que los mantuvo en pie. Mis vecinos y yo salimos en cuanto pudimos sin tener tiempo a rescatar nada de aquello que una vez fue parte de nuestras vidas. Desde la acera podíamos ver moverse las paredes de lo que fue nuestro hogar. Caminé calle abajo, dejando que el mar, que hasta ayer quedaba a tres calles, siguiera subiendo, esta vez, por mí.

En la primera esquina, Concha, una señora de ochenta años, sentada sobre una piedra, miraba la planicie mojada donde ayer estaba su casa, la misma casa donde yo venía a estudiar con su nieta, que emigró hace un año, para los exámenes de la universidad.

«Qué estará haciendo ahora por allá por Europa», fue el pensamiento que me vino a la cabeza y que fue interrumpido por el comentario de Concha.

―¿Viste lo fresquita que me dejó la casa el huracán? ―dijo, jovial, como siempre, y volvió a perder la mirada en el cuadrante vacío.

Yo intenté contestarle, pero por mi lado pasó como un bólido Benancio, el profesor de inglés, con un salvavidas bajo el brazo, a celebrar lo que denominó sus «vacaciones anticipadas por fenómeno climatológico».

Por la puerta del solar salían los hermanos de Benancio con una mesa, y me invitaron a echar una partida de dominó.

―¿A quién se le ocurre jugar en medio de esto? ―les pregunté.

―En esta esquina se juega dominó todos los domingos, y si el huracancito ese cree que nos va a fastidiar la partida, está muy jodido ―me dijo el mayor y abrió una silla―. ¿Te unes o no?

Yo me quedé mirando la calle, cada vez más invadida de gente que nadaba, niños que jugaban, vecinos que intentaban rescatar lo que podían mientras sacaban cuanto sonara para armar una rumba de cajón que acallara los sonidos amenazantes de los edificios, y enterrara la zozobra del futuro.

La vida pasaba. No sabía qué iba a comer, dónde iba a dormir, ni qué sucedería. Estaba detenida, sin ansias de mañana. Esperando una señal que me indicara qué debía hacer.

De pronto, sentimos un estruendo, callamos, y buscamos con la mirada de dónde provenía el origen del fin del mundo, entonces vimos a Concha, desde la otra esquina, alzando las manos y avanzando por el agua hasta nosotros.

―Fue tu edificio, ya se vino abajo, por suerte, no quedaba nadie dentro ―me dice aliviada―. Hay que celebrarlo, ¿no?

Yo sonrío, dejo escapar una lágrima y me siento a la mesa de dominó, me tomo un buche del vaso de ron del hermano de Benancio, y le contesto:

―Sí, hay que celebrarlo. Vamos a echar una partida de pareja tú y yo, que para ganar de verdad, siempre hace falta la experiencia.

―Entonces, vamos a darle agua ―dice el hermano menor de Benancio, y todos nos partimos de la risa.

―Qué va, ni un agua más, al menos por un tiempo ―le respondo organizando mis fichas y sabiendo que tengo el juego ganado.

―Quiera Dios que mañana ya se haya retirado el mar ―dice Concha con una mueca al comprobar su data.

―No, Concha, Dios no tiene nada que ver con eso ―digo, y coloco el doble nueve en el centro de la mesa, tengo casi la data completa. Un día de suerte, sin duda.

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