Los aromas de mi infancia perduran en mí como si todavía estuvieran allí. Sé que ya no es así, pero al pasar por ciertas esquinas de aquel barrio que me vio jugar, estudiar, hacer travesuras, enamorarme; en definitiva, crecer. Busco sentirlos, percibirlos, casi diría pescarlos al vuelo…. pero ya no están ahí……. solo en mi recuerdo o quizás hasta en mi imaginación.
La esquina de 44 y 31 era y es la más importante del barrio Gambier, se encuentran dos grandes avenidas, la primera atraviesa la ciudad para despedir a quienes salen hacia el sur, la otra la circunda, la protege, crea ese cinturón mágico que, a quienes habitamos la hermosa ciudad de La Plata, nos sentimos cuidados, sentimos que una vez dentro de él, quizás de algún regreso, podemos decir “llegamos a La Plata” y suspirar, “estamos en casa”.
Ahí, en la esquina Norte, una gran fonda de mediados de siglo tenía la persiana de la ochava siempre levantada y por ella los ocasionales comensales llegaban a saborear los guisos que don Camilo, su dueño, preparaba. También acudíamos los del barrio y ahí iba yo junto a mi padre cuando una buena buseca se le antojaba o quizás ¡un guiso de mondongo! de esos que inevitablemente necesitan un vaso de vino del que se le pone soda o mucho hielo, y para terminar, el prometido flan casero con dulce de leche se depositaba sobre la mesa como testigo de nuestras conversaciones.
Pero no me traen estos recuerdos los aromas de las ollas, no es así, siempre que paso por ahí mi memoria se remonta a ése olor que la construcción vieja dejaba impregnado en mi nariz, los ladrillos anchos que el revoque caído dejaba ver, el piso de madera que flotaba sobre un sótano que nunca conocí, y que en mi imaginación se entreveraban cientos de historias que podrían pasar dentro de él, aquellas ventanas que apenas abrían y daban al interior un atractivo lúgubre. Y allí, sobre un costado, casi diría que medio oculto en la vereda se encontraba el linyera, el hombre de la bolsa, el barbudo, aquel señor que según decían había perdido a toda su familia en un accidente y enloqueció, nunca supe si eso era verdad, pero lo que sí sabía era que cada 10 días este andrajoso ser pasaba por mi barrio y muchos de los comerciantes y la gente, le daban algo de comer, y beber. Al mediodía comía tirado entre los pastos alrededor de la fonda, Don Camilo lo atendía con displicencia, casi con lástima, pero nunca dejó de darle algo, se lo entregaba en una lata que el linyera insistía en devolver cada vez, pero que el propietario de aquel alicaído negocio tiraba enseguida, aún delante del pobre hombre; luego en su triste rutina del día cruzaba la vía y ya sí estaba en mí barrio, del otro lado de la vía del tren que recorría escasos 50 km, hasta casi tocar la capital del país, como jugando a un toco y me voy.
Al cruzarlas todo cambiaba, ya del otro lado pocas calles tenían asfalto, ni bien uno pasaba las barreras brotaba de un zanjón profundo el aroma de los hinojos salvajes que en él crecían, y que, cuando chicos, cortábamos para llevarlos a la boca mientras tirábamos las cañas con trapitos rojos para cazar ranas, esto era toda una aventura, había que estar atentos porque ni bien la rana mordía pegábamos el tirón para atraparla sino en el aire, apenas cayera sobre la calle de tierra.
Pero el barbudo nos veía y seguía caminando por la 44 y pasaba “la germinadora”, un gran negocio que vendía plantas y elementos para jardinería pero su aroma a cereal o semilla me atraía principalmente, en él, Julio y algún ocasional empleado estaban siempre muy bien dispuestos a atender. Unos metros más y llegaba a la mercería de Esther y María, dos hermanas que rondaban los 50 años, tenía una vidriera donde éste hombre se paraba a ver quien sabe qué para luego seguir, pasaba el “moderno” frigorífico Stellman que durante los años 60 le dio al barrio un singular movimiento ya que era el centro de acopio y distribución para las medias reses que se repartían en las carnicerías de la ciudad. Casi de inmediato llegaba a la farmacia Farah, apellido de la madre de Gabriel, Adrián y Sergio Simonato, una farmacia que fue todo un referente en la zona y más también, sus dueños eran gente que la supieron pelear y nos trataban a todos con mucha cordialidad incluido a este vagabundo que al llegar a esa esquina, Doña Farah, salía a revisarlo para ver si tenía alguna afección que ella pudiera sanar.
Luego cruzaba la 132 con su muerto en el hombro y se tiraba a dormir la siesta bajo unos pinos petisos que crecían en la esquina de mí cuadra, se quedaba acostado unas horas y emprendía nuevamente el viaje, pasaba el limpio almacén de los Masera, caminaba unos cincuenta metros y llegaba a lo de la Gringa, el almacén de abajo de mi casa, una italiana cuyos sueños de progreso quedaron atrapados en el barco en el que llegó. Ya cuando el sol se ponía, esta huraña señora le cortaba el pelo sucio a los tijeretazos para luego darle algo de comer, aunque ella se lo acompañaba con un vino, mientras que don Yusco, esposo de la dueña, sacaba de su acordeón hermosas canciones que todos admirábamos, para luego hacer hablar al linyera y nosotros, que ya no le teníamos miedo, escuchábamos, tratando de entender las cosas que contaba. Pasado un rato la Gringa ya lo echaba y bajaba la cortina del local, y con ése aparatoso ruido los amigos nos despedíamos mientras veíamos a este pobre hombre caminar hacia la oscuridad de una avenida que se convertía en ruta y hacía que él se perdiera de nuestra vista. Y así el barrio, despacio, apagaba su ritmo hasta un nuevo día.
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