En mi calle había dos tipos de paredes, unas las podía ver todo el mundo, eran macizas, de colores desgastados y llenas de formas que pretendían ser letras o dibujos. Otras paredes solo podías verlas tú, cada uno tenía las suyas.

Para T. esas paredes estaban justo en frente de la droguería, desde donde se podía ir a la estación o hacia la Calle Mayor. Las de J. no estaban tan claras, pero las de D., su hermano pequeño, estaban casi a la salida de su portal, justo antes del garaje, así que tenía que quedarse con esas. Las más estrechas eran las de A., rodeaban el parque que había nada más salir de su casa.

Yo era el que peor lo tenía, mis paredes se movían todo el rato. Los demás tenían sus paredes bien claras, a veces se las saltaban a propósito para demostrar que no les daba miedo, aunque sí les daba, y bastante. Cuando lo hacían tenían que pasarse todo el rato mirando a los lados por si aparecía algún vecino o alguna de las madres de los niños del cole.

Yo no sabía por qué mis paredes cambiaban de sitio o de repente aparecían delante de mi. A veces tapaban la puerta de mi cuarto y era incapaz de cruzarla, también pasaba con la puerta de casa, o con la del portal. Otras veces me rodeaban por completo cuando estaba en la calle, todos jugaban y gritaban y me decían cosas pero yo solo veía sus sombras tras la pared; pero lo peor era cuando las malditas paredes me cerraban la boca. Yo intentaba hablar, gritar, a veces incluso llorar, pero nada. Una pared diminuta aparecía entre mis labios y no dejaba que ningún sonido saliera de mi garganta. Sabía que la única manera de derribar esa pared era conseguir que una palabra lograra salir. En cuanto esa palabra escapara haría un pequeño agujero por el que el resto de palabras podrían escapar, y entonces sería la mía. Cuando por fin lo consiguiera podría decirles a todos que estaba harto de jugar siempre a lo que ellos querían y que ya me había tocado ponerme de portero y ahora le tocaba a otro.

Los otros niños se daban cuenta. De pequeño decían que yo no hablaba igual que podían decir de otro niño que era rubio o que tenía las orejas grandes, cuando fui creciendo algunos pensaban que era tonto, que me portaba como un bebé o que me pasaba algo que tampoco les importaba mucho.

En el colegio todos estaban deseando que sonara el timbre para poder volver a casa, coger la pelota y salir a la calle, allí podían decir y hacer casi lo que quisieran sin que ningún mayor pudiera decidir por ellos. Para mí era estar todo el rato luchando con las paredes, y estar todo el rato perdiendo. Cuanto más me esforzaba y más convencido estaba de que por fin lo iba a conseguir peor me sentía al no lograrlo.

Llegó un momento que salir a la calle era para mí el peor castigo, yo ya estaba harto de intentar derribar las paredes y no conseguirlo, así que dejé de intentarlo. Mis padres acabaron por darse cuenta. Me llevaron a médicos y a todo tipo de sitios a que un montón de gente me dijera lo importante que era salir a la calle, jugar, estar con otros niños. Cuando les decía algo de las paredes ponían unas caras rarísimas y me decían: «espera fuera un momentito que vamos a hablar con tus padres». Después mamá y papá salían, nos íbamos a casa y volvían a repetirme que tenía que jugar y hablar y todo eso, y después discutían. Odiaba la calle, odiaba mi calle.

Para ayudarme mi madre empezó a salir a la calle conmigo, se sentaba en un banco y me decía que fuera a jugar con A. o con J. Ellos venían y estaban un rato a mi lado pero en seguida se iban, yo sabía por qué: no querían estar con un niño al que su madre tiene que acompañar todo el rato, así que me quedaba solo.

Una de esas tardes largas y dolorosas en el parque me fijé en una montañita que había al lado de un árbol, era un hormiguero. A su alrededor un montón de hormigas iban de un lado para otro, andaban un rato, se paraban, daban la vuelta, movían sus antenitas y cogían otra dirección. Pensé que ellas también tendrían sus propias paredes y que a lo mejor también a alguna de ellas le pasaba como a mí; entonces la vi. Una hormiga, tan pequeña como todas las demás llevaba una miga de pan mucho más grande que ella, era imposible que pudiera llevarla hasta el hormiguero. Cargaba la miga de pan con sus patitas y seguía avanzando despacito, tenía que esquivar a las otras hormigas, las piedras del camino y sus paredes, pero lo consiguió, ella sola. Esa hormiga no podía ser una hormiga normal, tenía que ser una hormiga entre un millón.

Fui corriendo y le conté a mamá lo que había visto, ella sonrió y me dijo que las hormigas, aunque sean tan pequeñas, son los animales más fuertes del mundo, que a veces no podemos fiarnos solo de lo que vemos y que si te esfuerzas puedes conseguir cosas que parecen imposibles.

Aquel día no lo conseguí, busqué a J. y a A. pero no pude romper la pared de mi boca. Al día siguiente derribé la pared de la puerta de mi cuarto, me sentí como un gigante, fuerte, capaz de todo, pero tampoco pude acabar con las paredes que me rodeaban y me separaban de todos. Insistí a mamá para que me dejara bajar solo a la calle, en cuanto volvía del cole salía corriendo al parque a buscar a todos, ir a la calle ya no era un castigo, era una oportunidad para conseguir cosas que parecen imposibles.

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