La calle.

La casa de la abuela estaba en el pueblo. Durante el día, las viejas puertas de madera se abrían de par en par y toda la luz y las voces de la calle entraban dentro de la casa. La calle en realidad era un callejón sin salida de coches, estrecho y seguro en el que se acumulaban la chiquillería y las voces de las mujeres. Gritos y voces, mundo de juegos perdidos, reencontrado en los niños que hoy siguen jugando como si el tiempo se hubiera congelado.

Actualmente la calle es un universo matriarcal, de viudas y madres y sus voces, van tejiendo los saludos de la mañana mientras barren su trozo de calle, hoy como ayer.

Al bajar de las habitaciones, era frecuente encontrar un plato de uva, de higos verdes y redondos o un melón dejado por alguna mano misteriosa sobre la mesa de la entrada. Eran regalos inesperados, intercambios frecuentes. En aquel espacio familiar, de voces conocidas no había prácticamente dentro o fuera, pues todo era la vida de todos, con las mismas familias de siempre que se sentaban a tomar la fresca por la tarde. Y se oían las risas y las conversaciones cruzadas de un grupo a otro. A veces, una voz dejaba la calle, subía las escaleras, se asomaba a la ventana riendo y seguía fluyendo, hasta que reaparecía triunfal por entre las cortinas de tiras de plástico que algunas casas ponían a la entrada para ahuyentar las moscas.

Pero durante las tediosas horas de siesta, la casa de mi abuela se oscurecía, replegada sobre sí misma, cerradas las puertas para conservar el frescor y yo, desafiando su autoridad, intentaba escapar, asomando la cabeza a la luz brutal del mediodía. La calle quedaba desierta, como calcinada por la luz, hasta que con el frescor de la hora de la merienda, los grupos se reactivaban: vuelta a sacar las sillas a la calle y el mundo seguro de las conversaciones de abuelas, tías, madres y vecinas recobraba energía. De un extremo al otro de la calle se oía la voz de la madre o el silbido del padre anunciando la merienda, y yo me arrancaba del juego en el patio de una vecina para ir a por el bocadillo de sobrasada y regresar corriendo a las cocinillas hechas con texturas de barro.

A veces estaba Whisky, el setter de Maruja apoyando una de sus patas en los pies de su ama. Whisky murió de viejo a los dieciocho años, pero todavía esperaba pacientemente a la puerta de mi casa cada mañana para que le diera su pequeña galleta diaria. Fue el perro más llorado de la calle. En la esquina estaba la tienda de Antonio Marino. Antonio murió y su mujer, la señora Paca, con su larga trenza blanca y su cara de niña de sesenta años, siguió atendiendo el negocio. Vendía prensa y chuches. Su tienda siempre estaba llena; allí recalábamos la chiquillería, los adultos y hasta Whisky para quien siempre había un regalo, pues la señora Paca adoraba a todos los animales y a Whisky en particular. Al final de la calle había una vaquería que ya no existe. Allí iba yo cada tarde a saludar a un ternerillo negro, Lucero, que daba cariñosos topetazos. Un día vi a un empleado de la vaquería sacando a pasear a una vaca que daba saltos de alegría. Nunca he vuelto a ver saltar una vaca: era mucho más grande que el hombre cuando se ponía de pie sobre sus cuartos traseros y sus carnes bailaban todas, estremecidas por los brincos.

En las noches de verano, mientras los adultos hablaban en sus corros a las puertas de las casas, esperando que refrescara para subir a dormir, los niños contábamos dragones, salamandras en realidad, en las fachadas de las casas iluminadas por farolas de luz amarilla. O estrellas en el cielo negro, mucho más negro que hoy. O admirábamos la magia de un grupo de luciérnagas en el solar, al final de la calle.

La abuela murió y la casa, como mis padres, fue envejeciendo y conoció malos tiempos de carcoma, goteras y tejados podridos. Yo soñaba a menudo con aquella casa, con sus dos hojas de madera llenas de telarañas, como impidiendo el acceso a un infranqueable mundo perdido. En honor a la abuela, había que cruzar ese umbral de abandono y devolverle a la casa la vieja alegría de la infancia. Restauré los muros, volví a poner las vigas de madera que mi madre barnizó con constancia en su juventud y levanté una altura desde la que miro la calle. Por lo demás, las cosas siguen igual: los niños siguen jugando y las mujeres siguen saludándose desde un extremo al otro de la calle. Y, cada mañana, contemplo, desde mi atalaya, Bernia y el Penyal d’Ifach recortados por la luz de entonces junto a las ráfagas del olor del hinojo.

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