un murmullo de mar
un viaje interminable
incertidumbres y sueños
nostalgias que se presienten y se instalan para siempre
Con este equipaje llegó papá, un hombre cuya vida estuvo partida por un mar revuelto de desazones y esperanzas
Italia, país de Leonardo y Michelángelo. Venecia, ciudad de góndolas y romances: ahí nació Lorenzo. Era hijo de un organista de la iglesia y un ama de casa, que tuvieron todos los hijos que Dios les dio: once. Llegó con el oficio de carpintero, y él mismo construyó los muebles en los que pasó toda su vida: la cama, mesitas de luz y unos banquitos.
Pero esta es sólo la mitad de la nostalgia que me habita. Porque la otra viene de más cerca, del país de los mares turquesa, Chile. Había una joven, casi una niña, que allá por el 32, cruzaba la frontera con muchas más incertidumbres que sueños. Escapaba de una guerra propia: del desamor y la incomprensión. No estaba sola, llevaba una beba escondidita en una canasta, mi mamá.
Lucila tuvo sueños de ser partera, que jamás se harían realidad. No eran tiempos para que una mujer estudie, era más útil en su casa. Aceptó ese destino con una rebeldía que nunca la abandonó.
Mujer sensible y de manos inquietas que sabía hacer preciosas rositas de decoración en escarbadientes, que cosió alguna vez un vestido de novia que nunca nadie usó.
La magia de la vida, insospechada, hará que estas dos almas se encuentren en Berisso, Capital del Inmigrante. Corrían los años 50, y en el Saladero sonaban los acordes de la orquesta de Juan Darienzo….
Renzo era un tano codiciado: siempre sonriente, trabajador, que se enamoró de esa morocha aguerrida de grandes ojos negros. El manifiesto rechazo de su familia porque ella no era italiana no le movió un pelo: se casaron y fueron felices…
La calle Perseverancia, esquina Libertad: una casa construida por Lorenzo y por Lucila, que transportaba ladrillos, aún con su pancita a cuestas. Una familia con instantes plenos de felicidad. Las noches de sábado prometían exquisitos placeres: pizzas y rositas azucaradas“é un mancare”, decía Renzo (los italianos nunca pudieron pronunciar la j) y siempre aludía a su niñez con exceso de papa, en la pesadilla de la guerra. Para él, era un peccato tirar comida, así que, si sobraba, la manducaba con santo piacere. La nena apoyaba su pancita en el borde de la mesa, para llegar a las rositas.Dulces, muy dulces. Como algunos recuerdos.
Vuelve a mí una imagen. Siempre vuelve. Estoy en el baño, subida a un banquito de madera que había hecho papá, para verme en el espejo del baño. Tenía flequillito y el pelo me llegaba a la cintura. Y se asoma papá, recién llegado del laburo. Viste su conjunto azul de Graffa, su acostumbrada sonrisa amplia, y su mirada pícara. -Acastá la gordi. Y nos quedamos un rato así, mirándonos al espejo, mientras él juega con mi pelo. Eternos. Son momentos eternos…
Yo era chiquita y ya tenía novio. Un rumor de hojas lo anunciaba. Un movimiento ágil. Y ahí, en el frondoso árbol de la casa de al lado, cuando todo volvía a silenciarse, aparecían sus ojitos inquietos. Me llamaban desde arriba. Y yo, al primer sonido, me iba acercando de a poco, como distraída, y muuuy lentamente, subía al tobogán y allí me acomodaba. El árbol se recortaba en la sombra del atardecer. El aire encariñaba. Un delicioso silencio avergonzado nos envolvía. ¿Qué palabras guardábamos, qué palabras salían? Juntos, entre frondosas plantas separándonos, pudorosamente escondidos entre sus hojas, éramos como pájaros mirando al frente, pero clavando los ojos en el otro. La infancia, ese lugar sin tiempo, ese lugar sin sombras, esa inocencia. ¿Dónde quedó mi inocencia?
Leía Cuentos de Almejas. Me imaginaba en esa playa con un hombre al que amaba en secreto. Yo quería ser una de esas mujeres y quería amar en secreto. Bajaba las escaleras de mi casa cantando, y el eco hacía que mi voz se escuchara bien fuerte, no tan chiquita. Pollerita azul tableada. Zapatitos de charol. Era Nélida Lobato bajando por la escalera. Y un amor me esperaba al final.
En esa casa de Perseverancia y Libertad, había una biblioteca con “mataburros”. El estudio era el camino, el estudio era el legado. Un día encontré en esa biblioteca dos libros de poesía. Uno muy viejo, de páginas amarillas, una selección que apenas ojeé. El otro era pequeño, muy blanco, tenía dibujos en blanco y negro y se llamaba LO QUE CONTIENE MI CANTARO. CANTARO era, para mí, una especie de masculino de CANTAR, en esa época en que todavía no había encontrado el acento. ¿O acaso no es un título atractivo LO QUE CONTIENE MI CANTAR, aunque termine con una inexplicable O? Sólo me quedó grabado el dibujo de tapa: una mujer hermosa, de larga cabellera negra, que rodeaba con los brazos lo que después supe que era un Cántaro, con la boca hacia abajo, echando agua. Era de mamá. Quizá, se fue tras ella, en ese camino sinuoso que recorre la Perseverancia para llegar a la Libertad.
Beniamino Gigli era un tenor italiano de voz suave y llena de sentimentalismo, rozando el sollozo. Era carón, dícese de la persona que ostenta una cara enorme, con grandes cachetes, según mi terminología infantil. Papá cantaba con él Mamma, estirando el cuello hacia arriba, en un infructuoso intento de afinar las notas agudas…
Mamá se fascinaba con cosas inusuales: el boxeo, Ringo Bonavena, y el Varón del Tango. Cuando aparecía imprevistamente en la radio, la voz de mi madre se acoplaba y cantaban juntos La Cumparsita.
Sí, abundan los flashes fugaces del recuerdo entrecortado, piezas deliciosas o amargas de un rompecabezas ajado.
Y entre Beniamino Gigli y Julio Sosa, se tejía mi niñez. Nostálgica, de una nostalgia ajena. Doliente, de dolores ajenos. De inmigraciones elegidas, o no
Es lo que contiene mi cantaro, mi cántaro, mi cantar.
FIN
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