Semblanzas callejeras
Recordando el verso prodigioso del gran bardo nicaragüense Rubén Darío, que dice: “Juventud, divino tesoro, / te vas para no volver;/cuando quiero llorar no lloro, y a veces lloro sin querer”, deseamos recordar tiempos pasados. Volver a vivir los instantes de felicidad, como cuando jugábamos a las quirias, en ese pedacito de tierra apisonada, o al fútbol, en un pequeño terreno, en la ahora mal llamada “novena” o “periférico”, que no merece ninguna de esas dos nomenclaturas; rememorar esos momentos de alegría que ¡No volverán!, más como dice el poema del bardo sevillano Gustavo Adolfo Bécquer: “Volverán las oscuras golondrinas.»
Y bueno, aparte de todo ello, es que además de que transcurren los primeros lustros de este siglo XXI, de nuestra era, nos percatamos que ha aumentado el nivel de vida por parte de los seres que habitamos este planeta acuoso, pues ya podemos llegar hasta los setenta y cinco años, (yo ya friso en los setenta y cinco años).
Efectivamente, según datos proporcionados por INEGI, se ha incrementado el promedio general de vida, y disminuido en contraposición a ello, la mortandad.
Prueba de lo anteriormente externado, es que las filas de las personas que quieren recibir su bono de gobierno cada vez son más largas; ello se aprecia viendo las numerosas hileras que pueden verse junto al DIF estatal, casi enfrente de la “Torre Chiapas”, que alberga varias dependencias del gobierno estatal.
Allí aparecen formados hombres y mujeres, en igualdad de circunstancias, en busca de un pequeño alivio para su economía doméstica, y buscando un momento de felicidad.
Y recorremos las filas en que se encuentran formadas aquellas buenas gentes con el propósito de recoger sus comentarios; algunas de sus expresiones fueron espontáneas para poder transcribirlas a nuestros lectores.
Una venerable mujer, de complexión delgada, tez morena clara, ojos verdes – como el trigo verde y el verde limón, como dice una canción española), de baja estatura, que viste falda amplia, color claro y blusa de diversos colores, nos dice que más tarda en hacer la dichosa fila y cobrar su bono, que en gastar el mismo; y ello se debe a que a la salida de aquella dependencia, obran instalados varios comercios en los que se gasta todo lo que se tiene.
- “¡Hay Dios Mío! – exclama otra fémina-, y añade: “Bendito sea “el Gober”, por ordenar el pago de este bono, a los ancianos que, como Yo, no percibimos ningún dinero, ya que, aunque sea pequeña la suma que recibimos, nos alcanzará por lo menos para tortillas y echarnos un buen taco, con pollo negro” (Frijoles).
De igual forma platicamos con otra persona de sexo femenino también ataviada con falda lisa color negro y blusa bordada con flores, elaborada quizá en Chiapa de Corzo, manifiesta que la suma que reciben la gasta en material para hacer gelatinas y venderlas a los paseantes de la plaza central, que ahora se conoce con el apelativo de “la plancha”, porque no hay donde resguardarse del sol.
Se aprecia que los varones también forman fila, y que están vestidos de manera casual, todos limpios, con pantalón color oscuro, camisa de cualquier color, la mayoría de manga corta y huaraches. Uno de ellos me comentó que algo positivo es que regalaban una botellita de agua a quienes se encontraran formados en aquellas hileras, para efecto de disminuir el calor.
Otro de aquellas gentes, de pronto rompió en llanto, sin explicarnos el porqué de sus lágrimas…no supo decirnos ninguna razón diciendo únicamente: “¡Que le vamos a hacer, los viejos somos así!” Con esta expresión recordamos al inolvidable actor cómico Joaquín Pardavé, en su papel de Don Susanito Peñafiel y Somellera, que interpretó en la cinta: “México de mis recuerdos”, alternando con Don Fernando Soler y Sofía Álvarez.
Aparte de todo lo que hemos comentado, y a propósito de la tercera edad, quiero recordar aquí a una persona de sexo masculino, que antaño se sentaba en una de las bancas de hierro forjado, color verde oscuro, que otrora estaban junto a la zona arbórea de nuestra plaza cívica, junto al puesto de periódicos.
Dicha persona traía en sus manos una bolsa negra, como de basura; pero él aclaró que era su ropa que llevaba a la lavandería. Este sujeto, al parecer frisaba ya los ochenta años, pero caminaba por la calle como si tuviera cincuenta. Era de piel blanca, ojos color café, siempre portaba una camisa blanca, recién planchada, y pantalón de mezclilla, color azul marino, calzaba huaraches y llevaba una pañoleta anudada al cuello; tenía cabello blanco muy escaso y aparecía rasurado.
Pues este hombre, padecía de sus facultades mentales, ya que no recordaba quien era, ni su nombre ni su domicilio, y entonces ¡Cómo llegó hasta la plaza cívica?
Esta incógnita se despejó al momento de arribar a mi vera, otra persona de sexo masculino, mucho más joven, explicándonos que era el vástago de este enfermo varón, y que siempre le cuidaba sus espaldas, llevándolo todos los días a la alameda central, donde lo sienta y lo deja unas horas, para que respire el aire matutino, pues su arribo a este lugar era siempre a las seis de la mañana: Posteriormente, cuando se levantó el ancianito, éste fue guiado por su pariente, encaminándose con rumbo desconocido.
Y así se repitió la escena varias mañanas, varias semanas, pero un día ya no regresaron. ¿Qué habrá pasado con ellos? Y recuerdo a esta persona particularmente porque en una ocasión, cuando estaba lejos su hijo, y con plena lucidez mental, me platicó que había participado contra las huestes de Venustiano Carranza, cuando vinieron a robar a nuestro Estado.
No sé como logró acordarse de esto, pero luego, sus ojos se tornaron blancos, perdiendo la memoria y retornando a la nada.
Yo, gracias a Dios, conservo la memoria de los años idos, y de circunstancias, como si hubieran acontecido ayer, pero a veces lloro sin querer añorando a mis familiares idos. ¿Y qué podemos hacer?
“¡Los viejos somos así!”
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