NO HAY TIEMPO PARA DETENERSE

NO HAY TIEMPO PARA DETENERSE

Mielo de Ritz

03/03/2019

Caminaba frenético y sin guardar cuenta ni cuidado de los demás transeúntes, sin siquiera expender energía para mirar mi entorno. Cabizbajo e impasible, limitaba mi marcha enérgica a observar el piso mientras mis pies se alternaban en turnos para salir a escena, en dirección hacia algún lugar (a veces ellos, con viles intenciones, no mencionaban pista ni rastro del destino al cual se disponían a ir, pero aun así los seguía fielmente, como si fueran parte de mi).

Luego de tanto andar, viendo la misma imagen repetidas veces, no quedó en mi más remedio que tornar los ojos a la gente y los edificios, tal como según creo lo hacen las personas normales (siempre y cuando no se distraigan con esas pequeñas pantallas luminosas que tienen siempre al alcance de la mano). Pero no crean que observé minuciosamente cada recodo, no, no, no, ni lo imaginen. Fueron más bien miradas fugaces, como un ágil haz de luz que cruza la oscura noche a las afueras de la ciudad sin ser visto, como un pequeño niño que, a expensas de la distracción de su madre, esconde un puñado de caramelos en sus bolsillos… como aquel, arriesgándome y esperando no ser visto, escrupulosamente examiné los detalles más elegantes y sutiles (casi inexistentes), pero también aquellos extravagantes, y fue allí precisamente donde se plantó la semilla de éste relato.

Dentro de una de las tantas veces que miré mi entorno presencié una escena, de las que escriben historias inmensas sin haber alzado el lápiz aún. Ante mi, un hombre viejo (de esos que son viejos desde el interior, los que aun siendo más jóvenes lucen rasgos toscos y faz añosa) que prendado a él tenía un perro que alumbraba cierta similitud con su dueño… la barba hecha jirones, los pómulos pronunciados, el peinado de alguien que ha recorrido ciudades de cabo a rabo en busca de un mendrugo de pan. Y la soga que los unía no se mostraba indiferente pues su deterioro se hacía evidente, más por el paso del tiempo que por el uso frecuente.

Después de presenciar tal sintonía, pude apreciar su mirada… no vi sus ojos, sólo vi su mirada. La mirada estaba perdida, no en el infinito ni en la nada, sino perdida dentro de sí misma, buscándose continuamente sin lograr encontrarse. Con detenimiento recopilé información suficiente para diagnosticarle ceguera, pero ése fue un error de mi parte pues, a pesar del actuar curioso de sus manos y la baja actividad ocular, no lo era en lo más mínimo.

(Avenida Argentina, Valparaíso, Chile)

Portar una bolsa de plástico en estos tiempos parece una locura, pero él lucía radiante (metafóricamente hablando) la suya. Era de un supermercado de la zona, pero sin bastarle aquella, se afanaba en conseguir otra que se hallaba en el frío, grisáceo y lánguido suelo.

Creo no haberme confundido (estoy casi seguro de que buscaba la bolsa, ese era su objetivo, y quien quiera contradecirme debe demostrar lo contrario), pero cesó sus intentos de obtener la bolsa para luego hurgar en la basura que se encontraba cerca, esperando encontrar algo… algo útil, algo novedoso, algo comestible quizá.

Y con aquella imagen en mente, reflexioné. Ese día me di cuenta de la insignificancia de nuestras vidas y de la forma reprochable en que la vivimos. De que hay unos que sufren por dinero, por amor, por abusar de las bebidas alcohólicas, por no tener el automóvil o el teléfono celular de último modelo, mientras que otros sufren por no comer durante un día entero, por ver que sus hijos no pueden cumplir sus sueños, por luchar día a día con la muerte. Descubrí que cada uno se ahorca en el nivel que le toca, que el rico y el pobre llegan con el dinero justo a fin de mes, que el optimista y el pesimista pasan las horas a la misma velocidad, que no tiene relevancia quién eres para contraer el resfriado común.

Pero, como era de esperarse, tan sólo un segundo me bastó… nunca detuve mi marcha y nunca pensé detenerla, mi vida siguió su curso tan vertiginosa como siempre. Llegué a mi destino, tuve un comportamiento éticamente correcto y dormí en la cama de siempre sin el menor rastro de haber clavado mi vista en una escena tan desgarradoramente normal.

Mielo de Ritz

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