MI CALLE ESTÁ VACÍA

Ahora el día que la calle se vacía es el martes. Antes era el domingo por la mañana hasta la hora del vermut que se llenaba de abuelos jóvenes con un par de nietos que les daban la mano por un paquete de patatas fritas. Eran los chantajes de los abuelos: la paz por unas patatas fritas retorcidas, ya revenidas, y si se demostraba cierta educación para los otros mayores que se paraban a saludar a los abuelos, un boliche de limón.

Mi abuela se ponía el abrigo marrón oscuro, siempre había soñado con aquellos tres cuartos de astracán negro que había visto a la señora de Vázquez, doña Luisa, la mujer del farmacéutico, que en realidad no vivía en la misma calle, pero que por lo que fuese se llegaba con el dueño de la Farmacia hasta la Cafetería Titanic en la que se servían vermuts a granel.

—¡Este es mi heredero! —señalaba el boticario al nieto rubio de unos ocho años. El farmacéutico había estudiado su carrera en Madrid y se había dejado llevar hasta aquella ciudad de provincia experta en bebidas a granel en donde se había quedado con uno de los bajos comerciales de su madre, en donde había instalado su antigua botica, hoy farmacia.

Mi abuela nunca me había hablado de heredar, no tenía herencia alguna. Su marido, el abuelo, le había dejado una pensión bastante buena y además ella recibía cada mes un sobre azul con algo dentro del sindicato, un papel blanco escrito a máquina que envolvía lo que estaba dentro de aquel sobre del color azul del mar.

El abuelo había sido el conductor de un camión Leyland en el aserradero de don José, que era en realidad el dueño de uno de los barrios de la ciudad, dedicado enteramente a recoger troncos de los montes colindantes, aserrarlos con grandes chillidos de las sierras y las maderas, hacer tablas y tablillas, transportarlas a las bodegas de barcos de varias nacionalidades del Norte de Europa en una época de reconstrucción de casas y edificios destruidos por la guerra.

Don José era millonario, pero repartía sus dineros entre bastantes obreros y con los cinco choferes que eran la gente mejor tratada por el dueño del emporio maderero. Se lo habían ganado a pulso, dado que como buenos mecánicos que eran, le habían hecho un auto improvisado y original, al que en la zona le llamaron El Piojo Verde, mezcla de jeep con joroba y ruedas anchas de tractor, que le daban un aspecto poco sofisticado, pero muy especializado para poder desplazarse por los montes.

Don José jugaba los sábados por la tarde a la hora del café al tute cabrón con tres de aquellos mecánicos. Dos eran primos lejanos, eso se decía, y el tercero, un muchacho de nombre Lolo que era el que mejor jugaba a las cartas de la zona y que hacía de compañero de mesa del maderero. Había que ganar mientras se bebía caña de aguardiente, ese licor blanco tan fuerte que también se sirve a granel.

El domingo don José se vestía para ir a misa, un traje gris oscuro, camisa blanca, corbata negra como sus zapatos y calcetines y un sombrero que le quedaba bien, gris muy oscuro, y que colocaba en la cabeza, un poco inclinado hacía la derecha. Al salir de la misa, que algunos domingos era cantada y tardaba en acabar un poco más de la cuenta, todo el mundo se iba a los soportales de la capilla a beber vermut a granel y a comer aceitunas con hueso. A veces, don José sonreía y era cuando invitaba a un vermut a la mayoría de la gente que hacía circulo alrededor de él.

Era un hombre solitario y de pocos familiares, puesto que no tenía ningún nieto a quien mimar. En eso me fijé yo bastantes veces, iba y venía solo, y también en que miraba a la abuela con unos ojos que contenían ciertos pensamientos maliciosos que no sé si llegarían a convertirse en pecados veniales. Algunos domingos con el tercer vermut creo que aquellas miradas le hubiesen llevado a una larga estancia en el Purgatorio.

—Abuela, creo que don José te mira fijamente. ¿Alguna vez has hablado con él? —pregunté aquel domingo de abril en el que el sol había coloreado a casi todo lo que veía de un color verde oscuro y bastante morado. Era una mañana alegre y al salir de la misa me di cuenta que don José miraba alrededor buscando algo. Yo sabía que era a mi abuela y quizás por transmisión de pensamiento le dije que estaba a mi lado.

La abuela seguía con el abrigo marrón, pero lo llevaba abierto y enseñaba un vestido hasta algo más debajo de la rodilla, verde con cintas blancas que caían hacía los pies y que salían de los hombros, la espalda, la cintura y la falda, haciendo que revoloteasen en la tela del vestido como si se tratase de mariposas blancas que quisiesen volar y no pudiesen.

Don José con el vaso del vermut en la mano se acercó a nosotros y dijo:

—He tomado dos vermuts para atreverme a hablar contigo, María. He guardado ya un par de años de luto y otros dos de alivio, pero creo que ya es hora que te diga lo que pienso—dijo don José.

—Sí. He guardado luto y alivio por mi marido al que quería de corazón. Y debo agradecerte lo bien que te portaste en el accidente del camión y después. Estoy agradecida y no me molesta que hables conmigo. Nos conocemos casi de niños y no temo nada malo de ti —dijo la abuela.

—Entonces, déjame pregúntate algo: ¿Te casarías conmigo? —señaló don José, muy serio.

En aquel momento supe que ocuparía la calle durante bastante tiempo después de la misa del domingo y que mi abuela tendría un abrigo de astracán negro.

FIN

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