Curioso que en ese descampado donde terminaba su urbanización y donde, de la manera más cruel ella y sus amigos se pasaban las noches estivales contemplando la grotesca escena de la adicción más letal, como si de la proyección de una película de cualquier cine de verano se tratara, se construyera finalmente un Centro de Salud.

Era trepidante asomarse desde los altos bancos y observar ensimismados brazos extendidos, gotas de sangre derramándose, espaldas apoyadas balanceándose, en dirección a la cama imaginaria de ese cielo, que el caballo alado les ofrecía.

Mas cuando algún paciente descarriado no conseguía el nirvana prometido, llegaba la vergüenza o el enfado de verse observado y el grupo de intrépidos mirones, entre divertidos y asustados corrían al refugio de los juegos de la niñez, aquellos que les hacían olvidar las miserias del ser humano.

Luego venían las pesadillas de ella, obsesivas advertencias de un temor ya infundado, sólo por el hecho de visionarlo, la lacra de la época que se llevaba a casi todos los que, por una circunstancia u otra se aventuraban a probarlo.

Y es que había zonas enteras llenas de pistas mortales, que al grito histérico de cualquier madre que se preciara, se convertían en campos de minas para el «no tocar» de cualquier niño.

Pero la adolescencia apremiaba, y esos mismos lugares apartados, idóneos para los adictos, eran también los más buscados para llevar a cabo los primeros escarceos con vicios no tan letales pero a fin de cuentas, también dañinos.

Fue el hecho por tanto, de encontrarse con su amiga probando una de las drogas más consentidas, cuando uno de esos espíritus errantes les pidió prestado el mechero, y no precisamente para encenderse un pitillo sino para conseguir el estado adecuado de su pócima intravenosa.

El pavor que se instaló en las adolescentes no dio tregua al pobre pedigüeño, que presenció atónito la huida desesperada de dos niñas jugando a ser mayores.

Pero otros no tuvieron tanta suerte, y para ella, como a otros tantos de su generación fue la mayor actuación de prevención.

Y es que la calle es una gran maestra, e incluso amiga cuando se la necesita, pero también puede ser uno de los medios más peligrosos cuando no mortales.

¿Cuándo empezaron a desaparecer los primeros? ¿Dónde fueron a parar todos sus deshechos?

Nadie se acuerda ya de ninguno de ellos, y menos los que, paradójicamente acuden en busca de salud, en un lugar donde muchos años antes la perdieron de la manera más triste posible.

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